Son las diez. Hora de cerrar el supermercado. Claudia siempre sale de trabajar con hambre. Esta noche llueve torrencialmente. Es la primera lluvia del verano y le ha pillado sin paraguas, así que se queda en la entrada del súper, al resguardo. Una voz le ofrece tabaco. Ella le mira y reconoce al Kevin carne envasada en bandejas, pasta y gel [marca registrada]. Sonríe. Claudia le dice que no le sienta bien fumar con el vientre vacío. Ahora imaginemos qué puede pasar:
Este Kevin descarado le propone cenar con él. Ven a mi casa. Y Claudia sorprendentemente dice que sí. Pero la casa de Kevin no está muy cerca. Da igual, pese a la lluvia. Por el camino se encuentran a un grupo de gente alrededor de un cuerpo. Les da igual el cuerpo. Muere gente todos los días. Sobre todo en las ciudades grandes. Están empapados. No hay demasiada confianza como para andar deprisa. Claudia lleva una boina de punto. Le pesa la cabeza. Cuando llegan al portal ella duda un momento, pero no tanto, y sube con él.
Se oye ruido en el salón, pero pasan de largo. Van directamente a la cocina. Claudia se percata de las moscas que hay por el pasillo, pero no le da importancia. Al pasar por una habitación cuya puerta está abierta, cree ver, por el rabillo del ojo, una serie de sombras repetidas dentro. Siente un escalofrío, pero no se detiene. Llegan a la cocina. El suelo está oscuro. La zona de la pared más cercana a la vitrocerámica es un cuadro expresionista de gotas de aceite.
La ventana está abierta. Entra el olor de todos los detergentes del patio de luces. Huele a descuido.
Kevin coge una sartén sucia del fregadero y la friega sobre el resto de cubiertos, que pronto se cubren de un afluente de espuma blanca, aceite viejo y gel verde. La estática es tan pegajosa que Claudia pronto empieza a sudar. Nota cómo se le ondula el pelo. Siente deseos de quitarse la ropa. Se quita la boina. Pero no se atreve a pisar descalza un suelo repleto de (hor)migas.
-¿Vivís muchos en este piso?
Kevin ha depositado la sartén en la vitro. No la ha secado bien.
Echa aceite sin esperar a que se caliente. El aceite flota sobre la
fina película de agua que ha quedado en la sartén. Kevin no
responde inmediatamente. Kevin no le dice que no lo sabe.
- No... pero nunca está vacía. Siempre estamos yendo y viniendo
-¿Entonces no os conocéis?
Kevin no responde. Abre la bandeja de la carne con un cuchillo.
Claudia mira la bandeja fijamente mientras él comprueba la
temperatura del aceite. Ella ve cómo una mosca está revoloteando
alrededor de los filetes. Tiene hambre. Claudia también.
Claudia sobre la encimera falda por encima de las rodillas. Claudia
manos sucias de sangre de carne de animal. Claudia, dientes, mordisco
y desgarro, carne cruda.
Kevin no se sorprende. Ni siquiera dice algo. Solo deja de prestar
atención a la sartén y se acerca a Claudia. Le abre las piernas y
se coloca entre ellas. Coge un filete de la bandeja, con cuidado, y
muerde con los ojos cerrados, saboreándolo como si fuera un
delicatessen.
La
falda de Claudia es de pana verde. Lleva unas medias de punto,
grises, que terminan un poco por encima de las rodillas y unas botas
marrones sin tacón. Con su mano libre, Kevin recorre el punto, el
final y el principio de la piel. Acaricia el muslo de Claudia hasta
chocar contra el algodón de unas braguitas poco propias de una
persona que no tiene reparos en mostrar abiertamente su hambre. El
aceite ha comenzado a calentarse y chisporrotea tímidamente en la
sartén. La mosca ha caído dentro pero tarda en morir. Los dedos de
Kevin se deslizan entre el algodón y la respiración de Claudia se
acelera a cuarenta y cinco revoluciones por minuto. Se
chupa los dedos. Relame los restos de carne. El aceite salta. La
falda de Claudia se mimetiza con el medio. La piel de Claudia
escuece, y quema, brilla. Se enrojece.
Claudia parece no darse
cuenta de la cantidad de pequeñas ampollas que están brotando en su
cuerpo, así como tampoco se da cuenta de la serie de kevins que han
entrado a la cocina y se han quedado estáticos, en fila, como un
código de barras, contra la pared.
Todos esos kevins como
sombras, tan iguales y tan falsos, que más que caminar se deslizan,
mientras una voz en off recita
en bucle: vayan pasando, vayan pasando...
Cómo molan los Kevins, se repiten y ceden el paso en un loop. Un abrazo. Ricard.
ResponderEliminar
ResponderEliminarMuy cinematográfico y muy "tú".
Me gusta leer tus cosas porque se me hacen amenas y nada pastosas.
La diferencia de alguien que escribe bien a alguien que escribe mierda es cuando por una descripción de un personaje o de una escena (sin muchas palabras) te la reflejas en tu mente sin problemas y la saboreas con regusto bueno.
Un abrazo salada
:)
Muchas gracias Carlos. Escribí este texto hace varios meses y no me atrevía a compartirlo porque no me terminaba de convencer. Bueno, últimamente no me convence nada de lo que hago, la verdad. Tu comentario me ha animado de veras a seguir con Casa de Insectos.
EliminarAl final resulta que todos somos seres intercambiables, no necesariamente imprescindibles, que pueden ser permutados para formar códigos de barras de emociones caducadas.
ResponderEliminarEsa es mi idea y el eje central de Casa de Insectos, el proyecto al que pertenece este fragmento. Es mi mayor obsesión la autenticidad (qué es eso?) y la finitud de cada individuo.
Eliminar:)
No deja de ser una cajera de supermercado, cumpliendo la tarea estipulada siendo quien sea el emisor.
ResponderEliminarImpresionante, lees la primera frase y te sumerges en un mundo imaginario en el que el final llega pronto y te deja con ganas de mas.
Me fascina este relato.
ResponderEliminar