sábado, 11 de junio de 2011

Blanca y Oxidada


Prólogo
Porque lo toca todo. Como si buscara más de lo que hay. Como si no lo viera, aunque lo mira, y por supuesto que ve, y toca. Lo toca todo. Los papeles, dobla y desdobla, mesa las hojas, los deja en su sitio; los libros, los post-its, las revistas y los folletos. La comida, si está frío o está caliente, y sirve desde la sartén al plato los filetes, las tortillas y el aceite se le queda entre los dedos sin importarle. Porque lo toca todo. La cartera, abre y cierra la cremallera y toca las monedas y desdobla y dobla y enrolla los billetes y cierra. Y toca a la gente. La abraza. La besa. Y soba el pelo de las novias de sus amigos y las amigas de sus amantes y los amigos de sus amigos y las amigas de sus amigas. Toca. Y hace el amor, pero sólo con [amor] pero sin [protección], no vaya a ser que no baste la emoción para sentir. Porque lo toca todo. Como si buscara más de lo que hay. Como si no lo viera, aunque lo mira, y por supuesto que ve,  toca. Lo toca todo. Lo toca porque este nuevo tacto no lo ha sentido nunca bajo el agua. Desde que está aquí se ha interesado particularmente en la escultura. Le llama la atención la solidificación del barro, la sensación en sus manos cuando se seca, los dibujos cartográficos en su piel cuando se cuartea. Es la peor de su generación en Bellas Artes pero nadie se resiste a sus cantos de sirena.

Francesca Woodman

I
Yo la conocí cuando la trajo la marea. Apareció enredada entre algas y me supo a pez muerto cuando traté de practicarle la respiración asistida. Me mordió los labios al despertar, y relamió los suyos. Escupió sobre la arena mi sangre y se echó a llorar. Tocaba su rostro enlagrimado y la arena con un gesto de sorpresa absoluta. Tanta como la que a mí me suscitaba verla desnuda sin ningún tipo de pudor. No porque estuviera desnuda, -algo que me presentaría como un ser realmente simple- sino por su actitud despreocupada. Lo único que parecía importarle era hasta dónde sería capaz de introducir su mano en la arena.
Como si la dominara una fuerza superior se abalanzó sobre mí en un abrazo. Con su pequeño cuerpo aún entre mis brazos le pregunté su nombre, pero comprendí que no entendía mi idioma. La ayudé a ponerse en pie, pero fue incapaz. Le dolían tanto las piernas que al tratar de caminar exhalaba gritos de una magnitud desconocida, que al mismo tiempo sobrecogían y atraían como una fantasía que de tan ansiada debía ser irrealizable. Y así, desnuda y curiosa como si acabara de nacer, entre mis brazos, la hice parte de mi vida. Poco a poco ella misma se convirtió en mi vida, pues caí profunda e irracionalmente enamorado, como si estuviera dominado por una fuerza superior.

II
No fue difícil incorporarla en la facultad. Aunque no entendía el idioma, ni yo conocía nada de su vida anterior, ni siquiera su edad, sabía que no sería difícil. Había algo en su voz que nos atrapaba a todos como un péndulo hipnótico, aunque sus melodías fueran siempre tan deprimentes y el idioma de sus letras incomprensible e impronunciable para nosotros. Nos dominaba a todos, y eso no me gustaba. Podía tener a quien quisiera y conseguir de él todo lo que se propusiera con su sola presencia. Pronto los celos se fueron apoderando de mí y dejé de interesarme por sus peculiaridades. Su enajenación en torno a la escultura y los sentidos, sobre todo esa extraña fijación por tocarlo todo. No lo soportaba. Había pasado de ser mía a ser el foco de atención para todo mi entorno. Yo dejé de existir y ella de hacerlo sólo para mí. Me fue abandonado de manera escandalosa, pero no así a mi vida. Se apoderó de mi casa, donde organizaba encuentros con gente que conoció en diversos lugares, en los que experimentaba con todo tipo de drogas y placeres. Cantaba, reía y gritaba mientras yo agonizaba de celos en la habitación que otrora sólo fue un estudio fotográfico, y desperezaba mi amargo insomnio atravesando un salón donde todos, salvo ella, dormían profundamente extenuados. Ella se acercaba a mí rozando con sus manos la pared, el tapizado de los sofás, el parquet del suelo con sus pies, y me acariciaba el pelo y las lágrimas y me miraba, como si realmente sintiera algo, y yo me dejaba engañar enamorado, porque ella era lo único en lo que se había convertido mi vida. 

III
Convirtió mi estudio en un museo hortera de luz tenue y obras de sirenas. Una luz azul envolvía todo y desde la mitad de una de las paredes hacia el suelo se extendía un póster enorme de Daryl Hanna como la sirena Madison, tumbada a la orilla del mar, en Splash. Compró un radiocassette a precio de saldo en el rastro y una cinta de sonidos del mar que reproducía a todas horas. Las fiestas se trasladaron a esa habitación, pero pronto dejaron de celebrarse porque los invitados se aburrían. No entendían si aquello era new age o ya sobrepasaba los límites de lo kitsch y la peculiar locura que antes les atraía ya había perdido la magia hipnótica de las primeras veces. Y así fue como ella empezó a conocer la soledad, silenciosa, entre aquellas cuatro paredes que emulaban un mar de fantasía Disney decadente, sin tocar nada.

IV
Las figuritas de barro que realizó en la facultad, todas ellas amorfas y carentes de cualquier valor estético, se mantenían ajenas a todo sobre la televisión, la encimera, las estanterías y los alfeizares de todas las ventanas. Ella se mantenía como si fuera una más, en su pecera. Pese a todo, me alegraba de que volviera a ser sólo mía.

V
Extrañé su voz y su curiosidad infantil. Extrañé su modo de caminar titubeante y su gesto de dolor infinito. Extrañé su fijación por tocarlo todo. Extrañé su hambre voraz y salvaje de carne poco hecha y su miedo a  las gaviotas. Verla cada día en su pecera me hizo ver que no era tan especial. Su tristeza creo que se debía a que ella también se había dado cuenta de que había perdido una magia que nunca había tenido. Comencé a dibujarla, y, aunque entre la penumbra de aquella habitación era difícil distinguir los colores, su inmovilidad me facilitó el trabajo. La dibujé durante horas, cada día. A través del dibujo fui viendo cómo se iban formando mapas en su piel, y que ésta olía a óxido, y que cada vez se iba volviendo más y más blanca hasta que el dibujo se convirtió en un plano lineal sobre el lienzo que indicaba el camino al mar.

VI
Débiles nos arrastramos por la arena hasta la orilla y creamos castillos, pero ella no tenía apenas fuerza y le chirriaban las espinas. Estaba tan seca que sólo lloraba sal. La tomé con suavidad entre mis brazos y nos adentramos en el agua, donde el abrazo se hizo más fuerte y me sumergió nadando impulsada por su iridiscente cola hacia la inmortalidad. 



4 comentarios:

  1. Me encanta como escribes, me da mucha envidia esa facilidad.

    Muuuack

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  2. Dios, es lo mejor que he leído en mucho Tiempo.
    Abrumador el ritmo interno.
    Estoy emocionada

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  3. Me ha gustado mucho el paralelismo entre la decadencia de la sirena y el fin de ésta como novedad.

    Muy bueno.

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