"Pero para qué pensar en vidas posibles si estoy viviendo la mejor"
Me
esperaba prácticamente un día entero de viaje. A saber: salí de
Logroño a las 8 de la mañana y llegué a Bayreuth a las 23:50h.
Como se suele decir: una matada.
En
Logroño se quedaban los últimos días del Actual. Concierto de
Corizonas. Maratón de
Cine. Se quedaban Leti, Elena, Marta y ese proyecto de Rosso Capanna
imposible y que ya en sí mismo me suena a la copia de lo que debí
haber hecho hace tiempo o debieron de hacer otros.
En
la maleta. Una Betty Boop. Primer número de una colección por
fascículos, cortesía de Óscar al ver mi cara ante el kiosco. Soy
así de cría, qué se le va a hacer. Nunca había tenido una
figurita de Betty Boop. La Rock Delux de Enero. Es una tradición
personal desde hace años. A ver qué recuento hace del anterior.
Mejor película El árbol de la vida. Menudos mamarrachos pedantes.
La segunda es Drive, que aún no he visto, pero ganas. Y la tercera,
Melancholia. That's right. Me he quedado sin ver Un método peligroso
(me atraía por Cronenberg; me atraía por Freud y Jung, pero me
retraía Keyra Knightley. Me parece una actriz sumamente petarda).
Siempre me quedan muchas cosas por ver. Cuando compré mi primera
Rock Delux, en enero de 2005, la mejor película del 2004 fue
Olvídate de mí. No la vi hasta finales de 2006 o principios de
2007. La última noche de 2007 – la primera de 2008, envié un
mensaje a casi todos mis contactos que decía “año par, todos a
cubierto”. Seguramente muchos de ellos no lo entendieran y pasaran
del tema. Cerrarían el mensaje con un suspiro: “esta chica está
como una cabra” o “esta chica es gilipollas”, o, los más
paranoicos, “qué coño me quiere decir con esto”. Lo que pasaba
es que en 2006 me pareció que ocurrieron demasiadas cosas, que fue
un año desbordado, y no me apetecía o apetecía, sí, otro año
así. En 2006 me volví loca. Y os lo digo como lo siento. Sufrí una
jodida transformación. No es tan fácil como achacarlo todo a que
cumplí dieciocho aquel año, aunque a lo mejor sí tenía que ver.
Ya sabéis cómo me perjudica el paso del tiempo, y llegar a la
mayoría de edad, aunque realmente sea un puto trámite como todo en
esta vida, siempre supone algo. 2006 fue el año de El movimiento de la lagartija. Mi último diario y mi primero de ficción. Mis amigas
me habían regalado Los 100 golpes por mi cumpleaños y, al leerlo
-al devorarlo, en una tarde- me sentí vieja. Esa sensación que me
acompaña desde entonces. Desperdiciada. Aunque Melissa Panarello se
centrara sobre todo en sus experiencias sexuales, siendo más joven que yo (lo escribió entre los 15 y los 16 años) había vivido mucho más. Tenía cosas que contar. Tenía
vida. Yo no tenía nada y ya tenía dieciocho putos años. Pero los
tenía recién cumplidos, aún era marzo, aún podía aprovechar y
sacar algo. Poder llegar a los diecinueve con algo que contar. Así
que apresuré los acontecimientos para tener ese algo, y de
aquello surgió El movimiento de la lagartija. Una de las cosas que
hice fue apuntarme a un viaje a Londres que organizaba la Escuela de
Arte. No era muy caro, pero la mayoría de la gente prefería que el
viaje hubiera sido a Amsterdam o a algún lugar soleado y con playa
del Mediterráneo, de modo que a Londres nos apuntamos sólo unos
pocos y para llenar las plazas se tuvo que recurrir al Instituto
Sagasta. Aunque fuimos en el mismo autobús hasta Bilbao y en el
mismo avión hasta Heathrow, R., Leyre, otra chica de cuyo nombre no me acuerdo, L. y yo nos conocimos en Londres. A L. la conocía porque íbamos
juntas a clase. L. era una de esas pijas que no caen del todo bien a
las otras pijas, aunque comparte con ellas los pendientes de perlas y
los accesorios rosas. L. era alta y -muy- delgada, morena (no
rubia o castaña clara), y estaba en el Bachillerato de Arte porque
no dibujaba del todo mal, aunque daba mayor importancia a la técnica
y a la teoría (como todo aquel que hace uso de cualquier disciplina
artística como hobby), pero lo que quería estudiar a partir del
siguiente año era Derecho. Me resulta curioso este tema. La gente
que hace Bachillerato Artístico con intención de dedicarse después
a algo que no tenga nada que ver con el arte. Aunque yo me metí a
ese bachillerato porque me encantaba el arte y quería ser bohemia,
y quería ser artista, pero sobre todo bohemia, y me hubiera
encantado empaparme de aquel ambiente, me aferré
al anonimato en lugar de entablar amistad con aquellos jóvenes
que querían ser aristas también y ya se consideraban como tales, y
montaban exposiciones en algún bar o en cualquier sitio, o hacían
teatro o cantaban o tocaban o escribían (circulaba por allí, como
un rumor, el manuscrito de un compañero mío; su primera novela,
sobre la que una hippie de mi clase dijo una vez a otra “no está
mal, pero tiene los fallos típicos de la edad”,
que era la misma que la suya, mientras yo mantenía en secreto
aquella novela que escribí y publiqué tímidamente, La soledad del café, y que se puede encontrar en la biblioteca de Logroño, en su
primera -y austera- edición, encuadernado en tapas granates en
Echaven, descastado como si fuera un libro de verdad). Yo, quién
sabe si por vergüenza -la primera borrachera en la primera cena de
clase fue el peor error para dar un primer paso-, por inferioridad o
porque no estaba destinada a ser artista, entablé amistad con
aquellos que entraron sabiendo que no lo eran. Que entraron buscando
lo fácil, el bachillerato sin matemáticas, para poder llegar a
salvo a su camino. Así, conocí a L., de quien ya os he hablado.
Conocí a P.: pequeñita, punk, con el pelo muy largo y muy lacio
sobre la cara; P., que se negaba a usar paraguas los días de lluvia
y llegaba a clase empapada y se sentaba conmigo en primera fila
porque no veíamos una mierda sin gafas pero nos negábamos a
usarlas. P. no tenía frenillo o lo tenía muy corto o, la verdad, es
que no sé por qué le ocurría, porque nunca le di la menor
importancia, aunque a la hora de construir un personaje me parece
importante determinar cómo hablaba: sin pronunciar la erre. P. no
quería ser artista. De hecho, decía a las claras que no sabía
dibujar, y no se planteaba presentarse a selectividad porque tenía
claro que iba a hacer un grado superior de administración o similar.
También conocí a otra chica de cuyo nombre no me acuerdo ahora
mismo. Abandonó la Escuela antes de terminar el primer año para
meterse a un grado de peluquería o estética, creo. No las he vuelto
a ver desde entonces. Viendo los caminos que tomaron, si los llegaron
a tomar, supongo que maduraron antes que yo, que cambiaron sus poses.
Que L. ya no es de esa clase de pijas, ni P. tan punk ni la tercera
tan choni. Esta chica me encantaba, porque me parecía de lo más
peculiar. Tuvo un novio durante unos meses en los que creyó que era
italiano, hasta que descubrió que en realidad era rumano. Debió
confundir los acentos. L. también tenía un novio. Todos los días X
de cada mes había escrito en su agenda “X meses con X”, hasta
llegar al mes doce, donde había escrito con letras enormes y
corazones “aniversario”. Lo malo de anticipar los hechos en las
agendas, sobre todo cuando se tiene de dieciséis a dieciocho años,
es que las cosas pueden cambiar. Así, a mitad de curso, L. se vio
sin novio, dejada de un día otro sin explicación, pero con una
agenda repleta de corazones hasta junio. Si yo no hubiera conocido a
L., P. y la otra chica, o si hubiera decidido juntarme al grupo de
las hippies, o al de las modernas abocadas al diseño gráfico, quizá
no hubiera terminado decantándome por la Filosofía. A lo mejor me
hubiera quedado en Logroño haciendo Diseño Gráfico o me hubiera
ido a Barcelona a hacer Bellas Artes con Allende -tal vez la chica
más guapa de la Escuela, la chica que advertía de su llegada al
hacer bailar al caminar los cascabeles que colgaban de su bolso- y
Kuro -la chica atrapada por el anime que incluso cuando dibujábamos
al natural torsos de esculturas griegas les daba el toque manga-, y
que si me hubiera quedado en Logroño, el 2009 hubiera sido mucho más
duro, por tener que encontrarme a D. y su novia, puede que incluso en
mi misma clase, pero a lo mejor, sin haber ido a Valladolid, tal vez
nunca hubiéramos hablado por Messenger y, por lo tanto, no nos
hubiera dado por querer conocernos mejor, ni por montar aquella
fiesta de los '70. Tal vez nunca hubiéramos estado juntos, y él
podría haberse ahorrado esa elipsis absurda antes de estar con el
amor de su vida. Puede que, si me hubiera quedado en Logroño, no
hubiera llegado a tener Internet, de manera que no hubiera
descubierto blogger, ni habría colgado por capítulos La soledad del café y El movimiento de la lagartija, ni hubiera conocido el blog de
Xen ni el de Vara, ni la cultura literaria y poética underground
contemporánea. Sin Valladolid no hubiera llegado a COLMO, a Javier
García Rodríguez y a Versátil.es. Es posible que me hubiera
encontrado de nuevo con aquel chico del que desaparecí sin decir ni
mú en 2006 para infundirme un daño que pudiera inspirarme para
poder tener algo que contar. Tal vez en nuestro reencuentro le
hubiera pedido perdón, le hubiera dicho “no espero que me
entiendas, yo tampoco entiendo lo que hago” y a lo mejor me hubiera dado a las
drogas y hubiera escrito y dibujado mucho más de lo que he hecho
desde entonces, mucho mejor quizá, pero bajo el anonimato, sin
Internet, sin otros autores, e incluso tal vez me hubiera convertido
en esa anónima asidua al Dorado, que escribe poemas mejores a los de
la mayoría y que no se deja ver como poeta, que escribe bajo siglas,
que marca el lugar la fecha y la hora exactas del poema. Que aparece
editada casi transparente, siempre desconocida, en una humilde
antología de poetas locales.
Pero
de qué sirve pensar en esas vidas posibles y de qué sirve pensar en
si realmente se han estado dando. Ver: Mr. Nobody (estrenada en España como Las vidas posibles de Mr. Nobody). Sobre todo si la que
tengo es mucho mejor que las otras.
Vuelvo
a Bayreuth. Me traigo de Logroño el número 9 de la revista
Filosofía Hoy, porque venía con un libro de Schopenhauer, y
Schopenhauer es el único hijo de puta pesimista y misógino al que
le aguanto las tonterías. Vuelvo con Dadá demodé de Rafael Sarmentero (e ilustraciones de Bárbara Butragueño). Vuelvo con el
último número de Mangolele (del que hablaré después) y Vivir y morir en Lavapiés, de José Ángel Barrueco: regalo de Reyes de
Óscar, con quien pasé dos días perfectos en una habitación con un
balcón con vistas a la plaza Martínez Zaporta. Vuelvo con la
sensación de haber aprovechado muy bien el tiempo. Empezando por el
viaje en autobús hacia León con Aitor y una rata blanca con nombre
de Sir inglés, en una pequeña caja de mimbre, en su regazo. La lectura mítica del CCAN la víspera de Nochebuena y el camino con
los tacones en la mano, andando con las botas todo terreno, esas
botas que tanto odio, de Óscar, hasta el hostal. Me traigo un 28 de
diciembre perfecto con Marta y Leti. Un día al estilo de cómo
recordaba yo que quería que fuéramos nosotras en un futuro. Conocí
a Elena, Leti, Yulia y Marta en el instituto, en 3º o 4º de E.S.O.
Ellas ya se conocían desde el colegio, aunque lo de la amistad es
otra cosa. Cuando íbamos al instituto, nos imaginaba en un futuro
montadas en un coche (que seguramente conduciría yo), con la música
a tope, cantando a gritos, como si el mundo fuera nuestro. Cada una
de nosotras tendría la vida que siempre había querido. So perfect.
El 28 de diciembre, quedamos en ir juntas a comer a un wok asiático.
Cuando llegué, sólo estaban Leti y Marta. Ni rastro de las otras
dos. Teléfonos apagados o fuera de cobertura. Marta lejos de aquella
estética hippie de Natura que usaba en el instituto. Marta con
vestido corto y negro y abrigo rojo. Leti lejos de la Leti con gafas
y coleta y chándal del instituto. Leti con escote y botas y pelo
suelto. Marta dice que no quiere entrar al wok a hincharse a comer
porque quiere caber en el vestido que se ha comprado para Noche
Vieja. Leti dice que no quiere entrar al wok si no lo vamos a
aprovechar. Leti propone coger el coche e ir a Mc Donalds a por una
hamburguesa de un euro. Marta dice sí. Yo digo que tiene cojones la
cosa. La que no quiere engordar. Y nos vamos descojonándonos de risa
por todo hasta el coche de Leti. Cuando llegamos al Mc Donalds, el
sitio está repleto de gente, y sobre todo repleto de niños que
gritan y se levantan de sus asientos y se mueven mucho y muy rápido,
y tiene gracia que digamos que no queremos saber nada de niños,
porque Marta, Yulia y Elena ya son madres. Nos montamos al coche de
nuevo y pasamos por el Mc Auto y nos pedimos dos hamburguesas para
cada una -hamburguesas de pollo, que Leti pide como “de pechuga”,
a lo que la voz en Off del Mc Auto responde: ¿quieres decir
chicken?-
con una barbaridad de patatas fritas. Salimos de allí con la música
a tope. Leti nos pone unas canciones que Marta y yo desconocemos de
puro mainstream pero que nos suenan conocidas como todo el puto
mainstream, así que no nos cuesta seguir el ritmo hasta que Leti
aparca en un parking de cara al sol. Leti dice que se siente muy
adolescente últimamente. Yo me siento tan adolescente y tan genial
con ellas en el coche, con todas las patatas fritas reunidas en una
misma bolsa de papel encima de la palanca de cambios. Con Marta
flipada con el Ketchup y Leti soltando comentarios escatológicos
para no perder la costumbre. Hablamos muchísimo. Como si nunca
hubiera pasado el tiempo. Y como si no hubiera sido suficiente con
dos hamburguesas por cabeza, coca cola y un cesto de patatas fritas
con Ketchup, Marta propone volver para pedirnos unos Mc Fly.
Decidimos no volver a llamarlos Mc Flurry jamás. Tras el Mc Fly, en
otro aparcamiento con vistas al horizonte, le pido a Leti que me
lleve a una oficina de Correos. Tengo que enviar ejemplares de La
Involución Cítrica y un par de Happy Meal. Los Happy Meal son para
Pau y para Sara. Pau lo pidió a la editorial cuando salió (en
noviembre) y aún no lo ha recibido, por eso decidí enviárselo yo.
A Sara se lo regalo por folclore y romería (Óscar dixit). Estamos tan contentas
que, pese a no haber bebido ni una gota de alcohol, parece que nos ha
poseído un pedo místico. Tal vez tiene algo que ver la exposición
directa al sol. Leti no para de dar vueltas con el coche, cuando la
oficina de Correos más cercana está a tiro piedra. Le sugiero que
puede llevarme a entregar los libros a mano, que para el caso vamos a
hacer los mismos kilómetros. En todo el rato que hemos estado
juntas, desde que cogiéramos el coche, no hemos salido de él, y eso
que no ha hecho demasiado frío. De hecho ha hecho muchísimo sol.
Todas las conversaciones, muchas confesionales, como sólo se pueden
tener con las mejores amigas, han sido dentro del coche. Ni siquiera
hemos salido a tirar los restos del Mc Donalds. Cuando salgo para
entrar a Correos, lo hago sola. Me pone un poco nerviosa que Leti y
Marta se queden dentro. No saber de qué hablan. Qué conspiran. Me
siento, en cierto modo, desprotegida. Me pregunto si Leti y Marta
sienten los mismo. Sobre todo Leti, por ser la propietaria del coche.
Si el coche le da una sensación de protección, autoridad y decisión
que no siente fuera de él. Ella nos guía, conduce, aparca. Es su
terreno. No la veo salir del coche desde que nos montamos en él. Al
volver a entrar, después de enviar los paquetes, Leti nos deja en mi
casa (Marta dibuja en mi casa porque le da clases mi madre). Le
propongo subir a tomarse un café con nosotras, pero dice que no,
que tiene cosas que hacer. Nos da los restos del Mc Donalds. Se
despide sin bajarse del coche y desaparece al torcer de Vara de Rey a
Duques de Nájera. Pese a estas últimas cavilaciones, tal vez de
borracha, aun sin haber bebido alcohol, y pese a no haber visto a
Yulia y a Elena (de quienes no supe nada el resto de las vacaciones),
fueron unas horas estupendas.
Lo
que no tuve fue esa “cena de Londres” que nos venimos prometiendo
Leyre, R. y yo desde que hiciéramos aque viaje en 2006. Cuando
volvimos a España, como cada una tenía un rollo diferente (Leyre,
de Calahorra, estudiaba autoedición; R. estudiaba el
Bachillerato de Ciencias en el Sagasta y yo, pues eso, el de Arte)
quedamos en reunirnos algún día para cenar y salir juntas. Nunca lo
hicimos. Aun así, durante aquel curso, nos reuníamos en los
recreos. Con R. sí he coincidido alguna vez más por Logroño.
De hecho vino a la lectura que ofrecí en el Riff en Septiembre para presentar La Involución Cítrica. A Leyre, después de aquel curso,
no volví a verla. Nos relaciona una foto que tiene en su Facebook
con un ejemplar de La Involución Cítrica en el que estoy etiquetada
en el libro. Quedamos en poder reunirnos estas navidades; el 29 en la
lectura “The Last Poetry Reading before the End of the World” que
ofrecería junto a otros poetas en el Riff, pero ninguna de ellas
apareció.
La
lectura del 29 me dejó mal sabor de boca y no sabría decir por qué.
Me gustó cómo estuve. Me gustaron mis compañeros: Gabriela Collado, Odón Serón, Carmen Beltrán, Lucas Rodríguez, Selene Porres, Bosko I.,
Enrique Cabezón, e incluso Aitor Cuervo y Nerea Ferrez, que, aunque
no estaban en el cartel, aparecieron espontáneos a leer algunos de
sus poemas. Ella, de X e Y, el poemario que ha publicado con Cartonerita Niñabonita. Espero que a ella le esté tratando mejor
que a mí esa “editorial”. Aitor leyó un poema incluido en el poemario que ha autoeditado junto al rapero Hasel.
No
sé por qué si todo fue rodado, yo me quedé mal. No vendí ningún
ejemplar de La Involución Cítrica ni de Happy Meal, pero tampoco
esperaba hacerlo. Ya sabemos cómo son estas cosas. No fue por eso.
Tal vez tiene que ver con lo que hablé con Aitor en aquel viaje
surrealista hacia León. Que hace falta un cambio. Que ya vale de
leer en el Riff. Que sí, que Bosko es buen colega, que el bar está
muy bien, pero es necesario también un cambio de aires. Al final
leemos siempre para nosotros mismos. El público no se amplía. El
público éramos los propios escritores, con la salvedad de mis
amigas Marta, Leti, Omayra y Sasu; la novia de Bosko y otro chico que
no conocía pero a quien tuve oportunidad de conocer días después,
cuando me preguntó por mail si podíamos vernos para comprarme un
ejemplar de La Involución Cítrica. Qué sentido tiene sacar la
poesía a los bares si no hay quien la escuche.
La
Involución Cítrica ha tenido un protagonismo especial estas
vacaciones. Como tenía programadas las lecturas en el CCAN y en el
Riff, pedí a Origami que me enviaran de 10 a 20 ejemplares para
intentar venderlos en dichos eventos. También pedí ejemplares de
Happy Meal a Cartonerita Niñabonita, pero no recibí. De todas
formas, como tenía los diez ejemplares que compró en su momento mi madre, me los llevé a León, y así, de paso,
recuperaba el dinero invertido. No me iba a hacer
millonaria: Happy Meal sólo cuesta 5 pavos y no subí el precio,
porque no soy tan jeta. En el CCAN triunfó Happy Meal. Supongo que
por el precio y por la estética underground del momento, del lugar y
del libro. De La Involución Cítrica sólo vendí un ejemplar, a
Jorge M. Molinero, y mereció mucho la pena, porque de ello derivó
esta reseña en su blog. Vender ejemplares de La Involución Cítrica
era todo un reto, porque la editorial ya me pagó el porcentaje que
me correspondía por la edición cuando salió, de modo que tenía
que vender todos los ejemplares para poder ingresarles la pasta o,
por el contrario, tendría que ponerla yo. Así que empieza el
momento de la auto promoción por Internet: Peluca rosa y pose: vídeo en Youtube hablando del libro. A voces en el Caralibro. En el blog:
¿Quieres un ejemplar de La Involución Cítrica dedicado con amor?
Y
así es cómo conseguí vender los 15 ejemplares, conseguí los 150
euros, y los ingresé en la cuenta de Origami.
¡Mil
gracias a quienes comprasteis La Involución Cítrica! No me
hicisteis más rica, pero impedisteis que fuera una morosa. Besos a
tutiplén!
Por
el camino también vendí ejemplares de Happy Meal, de La niña que
arrastraba un globo roto (esa maravilla limitada, autoeditada e
ilustrada por grandes amigos y grandes artistas a todo color) y de La
niña de las naranjas.
Una
de las personas que me compró un ejemplar de La Involución Cítrica,
fue Pepe Pereza. Óscar, que vino a pasar unos días a Logroño, y yo
quedamos con Pepe en ElDorado. Fue un encuentro genial. Pocas veces
tiene una el honor de quedar con un escritor y actor como Pepe.
Acompañados de unas cañas, hablamos de literatura, de cine, de sus
experiencias en el cine y el teatro. También hablamos de su próximo
libro, el cual publicará Origami, y de la relevancia de Internet en
la literatura actual. Aunque él me echó la culpa a mí, dándome el
don de Voz del pueblo por la repercusión de mi blog y mis lecturas
fuera de La Rioja, llegamos a la conclusión de que gracias a
Internet, ahora se sabe que en La Rioja hay un movimiento literario y
cultural importante, con nombres y apellidos, cuando hasta hace poco,
fuera de La Rioja sólo llegaban las disputas entre los poetas (y
editores) Enrique Cabezón y Alfonso Martínez Galilea.
Hago
un inciso aquí para incluir, por alusión, un poema de Alfonso
Martínez Galilea publicado en el último número (6) de Mangolele:
Todo
puede ocurrir en el poema
Alfonso
Martínez Galilea
Todo
puede ocurrir en el poema:
lo
sabe con certeza el muchacho que pasa
cabizbajo
y sombrío por sus anchos senderos
recolectando
frutos o pateando piedras
abandonado
al tedio
Todo
puede ocurrir y ocurre en el poema:
una
mujer se entrega un imperio se hunde
suena
una dulce música que anega la campiña
claros
en la espesura de la noche
pasan
los lentos trenes de la muerte
hacia
estaciones olvidadas
Manoteamos
ciegos
el
amigo regresa y nos abraza
la
luna está en lo alto
la
lluvia nos empapa
las
estrellas fugaces cruzan el firmamento
echados
en la hierba las miramos
hierba
de nuestros sueños
Dulcemente
regada por la música
presta
para la siega
En
el poema a veces entre sus laberintos
nos
perdemos absortos
y
no encontramos qué decir ni cómo
ni
por dónde salir y abandonarlo
tal
vez porque creemos
saber
con
aquella certeza del muchacho de antaño
lo
que esconde en su centro
esa
verdad que aguarda agazapada
esperándonos
cierta
a
la vuelta de la última esquina:
el
agua seca el viento de madera
Todo
puede ocurrir en el poema
y
es el caso quizá que nada ocurre
que
seguimos insomnes manoteando ciegos
esperando
al amigo que no va a regresar
a
la mujer que se perdió en la noche
al
hijo al extranjero
al
tren aquel que ahora mismo cruza
por
sus últimas líneas
y
se interna en la nada.
Durante
estas vacaciones también he tenido tiempo de disfrutar un poco del
Actual. Aunque me quedé con ganas de ver The Artist (se agotaron muy
pronto las entradas) pude ver Shame y Et maintenant, on va ou?. La
primera no llegó a gustarme. Creo que el director trataba de
mostrarnos a dos hermanos con problemas, pero no llegué a saber qué
problemas eran esos ni de dónde venían ni nada. No discuto la
interpretación, porque es excelente, sobre todo por parte del
protagonista, pero me parece otra mierda americana que sataniza el
sexo a la vez que nos lo expone hasta la saciedad. Sentí lo mismo
con Black Swan. La otra me gustó. Ya había visto otra película de
Nadine Labaki en el Actual de 2008: Caramel, y me gustó bastante. No me
gusta su feminismo. Se pasa. Ni los hombres son todos tan malos,
pasionales e irracionales, ni las mujeres tan buenas, lógicas y
racionales. Pero en general me gustó. Para llorar.
Estando
Óscar por aquí, fuimos a ver a los Lazy Boys, un grupo de
rockabillys alemanes, de Dresden, que tocaban en la sala Norma.
Vimos-escuchamos unas tres o cuatro canciones y nos volvimos a ir. Y
es que cuando sólo tienes un par de días para estar con tu chico,
hay que aprovechar el tiempo al máximo. Por eso pasamos de la Matiné
la mañana (sic) del 5. De todas formas, salvo por Fernando Alfaro y
tal vez Antonna, no parecía prometer mucho la cosa.
Me
da pena haberme perdido la Maratón de cine. Ahora que, por los
recortes, esos jodidos recortes que sólo ven la línea de puntos en
la cultura, el Actual pasará de ser anual a bianual. Una muerte
segura.
Salí
de Logroño la mañana de Reyes a las 8 de la mañana, en un autobús
de Alsa que me dejó en Barajas a las 12. Me acompañó Mélanie Laurent. Aún era de noche cuando dejé la ciudad. La vi alejarse
mientras sonaba Debut. Dele al play, lector, para notar lo que sentí.
Puede también leer este relato de Pepe Pereza: El Último Paseo.
Y
es que Logroño tiene algo especial que no tienen otras ciudades y
que no sé explicar. Ya lo sentía antes de mudarnos a Logroño. Y no
lo he sentido en otro lugar (ni en Castañares, ni en Miranda, ni en
Baños, ni en Valladolid, ni en Bayreuth). Esa sensación de
permanencia, de ser de un lugar, que nada tiene que ver con el tiempo
que vivas en él ni las experiencias que te otorgue tu estancia en el
mismo. Ese cordón umbilical que me aferra a Logroño
inevitablemente.
También
me acompañó Vivir y morir en Lavapiés. Una compañía
inmejorable. Me pierde la fragmentación, las referencias, no puedo
evitarlo. Yo que quería ser bohemia y me quedé en posmoderna. O
sea. El trabajo de Barrueco es genial. No he tenido mucha relación
con el barrio de Lavapiés, aunque las pocas veces que he estado allí
sí me han ayudado a meterme en la novela. Sin contar, por supuesto,
esos guiños que hace -con o sin nombre- a escritores y poetas que
viven por la zona y con los que he tenido el honor de coincidir
alguna vez, también por esas idas y venidas a Madrid los dos últimos
años. También referencias muy actuales, no sólo al cine y la
música, si no a Internet. Ese cambio que hemos vivido los bloggers
con el auge del Facebook, por ejemplo:
Un poeta en un café
-Yo participo en blogs, sí. Pero el futuro ya no está ahí. Vamos a ver, el futuro parecía que iba a estar en las bitácoras, ¿entiendes? Pero no lo está. Eso se acabó. Facebook empieza a vencer. Y de aquí a unos años irá a más. ¿Y luego? Luego pasará de moda, como todo. Los libros de papel, en cambio, no pasan. No caducan. Sólo caducan las modas. Siempre podremos recurrir a ellos, o eso espero. Y digo lo de los blogs porque antes se seguían mucho y había cierto consenso y tal. Ahora es un jaleo. Los anónimos molestan y joden la vaina. Los bloggers nos cabreamos y moderamos los comentarios. O no los permitimos. La gente no es capaz de dar la cara. Hay envidias. Malos rollos...
Nota:
José Ángel Barrueco no permite los comentarios en su blog.
Aunque
mi vuelo estaba previsto para las 14h, por un retraso nos vimos
esperando hasta las 15h. Yo andaba acojonada porque tenía pillado el
billete de tren Frankfurt-Bayreuth para las 20:18h, y con el retraso
de Ryanair ya me imaginaba pasar la noche en la indigencia en la
estación de Frankfurt. Como los de Ryanair son tan petardos con el
tema del equipaje de mano, relegué el libro de Barrueco, junto al
bolso, al interior de la trolley, y me metí el MP4 en el bolsillo
con el Mangolele. La espera y el madrugón me estaban matando de
sueño, de modo que el viaje en avión fue toda una experiencia en
duermevela. Tanto fue así, que de vez en cuando tenía la extraña
sensación de estar parados en el aire. No veía que avanzáramos.
Debí soñarlo, porque ni siquiera se movían las nubes. Una estación
de servicio en el cielo, me dijo Óscar entre risas cuando se lo
comenté. Pero lo cierto es que me acojoné bastante. Para sacarme de
la cabeza tremenda estupidez, abrí el ejemplar de Mangolele. Me
sorprendió la escasa presencia de escritoras y/o poetisas. Frente a
un elenco de 22 autores masculinos, se encuentran Nuria Iglesias con
una serie de fotografías titulada Atraco a las tres y media
(acompaña a la serie un poema de Luis Alberto de Cuenca); Isabel
Gago con un poema, Canto, y Rachel Azofra con un intento de
collage-poema visual bastante pobre titulado También el tiempo es
oro (un poema encontrado por unas tijeras en un suplemento semanal).
Me quedo con El perfil difuminado, de Raúl Eguizabal, que con todo
el morro fusilaré al final de esta extensa entrada, o al menos algún
trozo relevante.
Total,
señores, que llegamos a Frankfurt-Hahn, ese aeropuerto perdido de la
mano de Dios, a las seis y cuarto. Corrí como si me fuera la vida en
ello hacia el autobús que va a Frankfurt HBF y casi recé para que
llegáramos a tiempo, aunque lo vi difícil: suele tardar dos horas.
Me veía llegar a Frankfurt HBF y al andén correcto en el momento
exacto para ver al tren salir sin mí. Sin embargo, una fuerza
misericordiosa del cielo, dio velocidad al Bohr y logré llegar al
andén a las 20:15h, pillarme unas patatas fritas en una máquina y
montar en el tren. A las 20:18h salimos de Frankfurt. Abrí el bolso,
y retomé Vivir y morir en Lavapiés. En Nürnberg tuve unos veinte
minutos de diferencia hasta que saliera mi tren a Bayreuth, lo que me
sirvió para devorar una de esas cosas a medio camino entre el dulce
y lo salado, enorme, con salchichas, con ansia casi, porque no había
comido nada desde el café de las 7,30h, y al tren y a Bayreuth,
donde llegué exactamente, como predecía el billete, a las 23:50h.
Me hizo feliz no llegar pasadas las doce. Si el billete hubiera dicho
que llegaba el día 7 todo se hubiera hecho mucho más largo y
tedioso.
Podría decirse que el viaje fue algo así:
Cuando
cogí el tren hacia Frankfurt la noche del 20, dejé atrás un
Bayreuth nevado, un Bayreuth repleto de luces navideñas. Cuando
llegué, la nada. Siempre me ha parecido más triste que la Navidad,
su final, y el regreso a la normalidad. Fin de las luces, de la
alegría infundada, real o fingida, o la ilusión de los niños, los
puestos de Navidad en Alemania con el vino caliente y las curry-wurst
hasta tarde, o los puestos medievales o las casetas de castañas
asadas en España. Fin.
Al
llegar a mi portal, como cuando llegué por primera vez, me recibe
con su indiferencia hospitalaria de felino, el gato blanco y negro
que merodea por los apartamentos. Me parece que es una buena señal.
El
interior del portal y su calor, huelen igual que los apartamentos
Cardenal Mendoza donde viví desde octubre de 2007 a junio de 2008.
Aquel año agridulce, tragicómico, aquel año tan par.
El perfil difuminado
Raúl Eguizabal
Publicado en la revista Calle Mayor (7-8). Logroño, 1989.
Publicado en la revista Mangolele (6). Logroño, 2012.
1
A la sazón había yo entrado a trabajar en la redacción de una revista a la que debía llegar puntualmente cada día a las 9 de la mañana y permanecer encerrado, en una gran sala que miraba a un estrecho patio, hasta las siete de la tarde. Las oficinas estaban situadas en una calle secundaria, cerca de la Plaza de Castilla y andaba viviendo por entonces junto al Paseo de Extremadura, así que atravesaba diariamente Madrid de punta a punta. Trabajaba, como quien dice, de sombra a sombra. Mi papel, por otra parte, era gris en extremo: corregiría pruebas de imprenta, corregiría el enfático estilo de los ingenieros y empresarios, realizaría algún sencillo trabajo de maquetación que exigiese poca habilidad y menos experiencia y, para redondear, escribiría y contestaría las cartas al director. En todo ello se exigía buen acabado, a pesar de que los lectores eran prácticamente inexistentes.
El edificio era moderno y el piso donde estaba instalada la redacción, lujoso y confortable. Nada que ver con esas sórdidas redacciones que describen los viejos periodistas, perfumadas de champú barato y pis de minino. A la entrada estaba situada la garita de la recepcionista, que servía a la vez de separación estratégica de la planta. A la izquierda quedaba una sección de negocios oscuros y a la derecha la revista. Pero como la cocina, y la cafetera en ella, quedaban en el lado izquierdo, las peregrinaciones frente a la garita eran constantes.
Nuestro director era un tipo cordial, alto y gordo, que gastaba gran bigote, gafas y una nariz prominente y carnavalesca tal que, de un momento a otro, parecía que se lo iba a quitar todo a la vez. Constituíamos el equipo, además, de tres secretarias, bastante guapas y simpáticas; mi amigo, al que llamaré X, como José Martínez Ruiz al prologuista de sus memorias, y yo.
Mi amigo pertenecía a ese rango de escritores resignados a la invisibilidad. Nuestro encuentro constituyó así el de dos naderías: dos sombras entrecruzándose entre las restantes de una ciudad. Con el tiempo sin embargo descubrí en X cierta voluntad por cultivar ese secretismo, cierta afición por jugar a la ceremonia de la confusión. Algo, si se quiere, paralelo al divino fracaso de Cansinos, a los espejismos de Lasso de La Vega o a la reclusión voluntaria de Silverio Lanza en su retiro de Getafe. Un deseo no tanto de pasar desapercibido sino de ir borrando pistas o de construir laberintos que, en su caso, podían tener una justificación más que literaria. Este señor, en efecto, es, o era, cubano exiliado. Recuerdo que, el día de nuestro encuentro, por aquello de romper el hielo, me decidí por ensalzar las glorias cubanas. Al margen, lógicamente, de revoluciones. Sobre Cuba, fuera de la literatura, mis conocimientos eran escandalosamente escasos y, dado que me negué a mentarle el arroz con huevo frito y plátano, llevé rápidamente la hebra de la conversación a la literatura. Ensalzó con grandes aspavientos las figuras de Carpentier, Cabrera Infante, Martí, Julián del Casal y el colorido de Nicolás Guillen, pero en seguida puse cara de misterio y añadí:
-Aunque mi autor cubano favorito es, por supuesto, Lezama Lima.
-Pero chico -me contestó él con un acento que delataba una infancia de caña de azúcar y algodón en rama-, pero... ¿sabes quién soy yo?... Soy X.
-Anda ¿sí? -le dije sumamente azorado- Pues sigo sin tener ni idea de quién eres.
Era, por supuesto, X, el alumno de Lezama, el autor del libro más conocido sobre Lezama, que yo desconocía. Lezama mismo era el padrino de su hija. Él había hecho grandes cosas por Lezama: colecciones, proyectos editoriales, publicaciones periódicas, etc. Él había sido el artífice del encuentro entre Lezama Lima y Valente. Era algo así como Bioy Casares para el cieguito porteño. Pero yo, por supuesto, ignoraba esos pormenores.
Como era hombre amigo de la conversación exagerada, del dialogo portentoso, de la humorada y del soliloquio todo terreno, rápidamente congeniamos. La verdad es que con él era siempre difícil distinguir la triste verdad de la sublime fantasía. No, no que mintiese, es que hacía literatura. En cualquier caso era mi tabla de salvación entre las correcciones infinitas de aburridísimos artículos sobre mangueras para incendios, cerraduras y perros de vigilancia. Así, los días se debatían entre Lezama y Manuel Machado, Lugones y Julián del Casal, Guillermo Valencia, Alfonso Reyes, Gómez Carrillo, et, et. Él me hablaba de Diño Buzzati y Alexander Lernet-Holenia, yo a él de Sergiusz Piasecki y Karel Capek. Ambos mencionábamos a Jim G. Ballard, uno cualquiera lo hacía con Calvino, con Drieu La Rochelle o con Fitzgerald. En fin, algo de lo más estimulante. Inventábamos nuestros propios juegos con los que matar el tiempo frente a la fotocopiadora, él hacía una cita y yo tenía que adivinar de qué autor u obra era, y viceversa. La verdad es que, bien pensado, aquel trabajo idiotizante nos reducía a una especie de infantilismo erudito. Con las cartas al director era ya una risa, habitualmente las escribía uno y las contestaba el otro. No inventábamos nombres del tipo: Manuel Lezama, Octavio Casares, Federico García Lugones, Antonio Reyes, etc., que circulaban por delante de nuestro director y de los jefes supremos con total impunidad. Creo recordar que Alberto Caeiro y H. Bustos Domecq firmaron alguna; de consulta pastoril, supongo, el primero, y en un estilo un tanto ridículamente barroco el segundo. De vez en cuando, X se ponía melancólico, echaba de menos a su familia en Estados Unidos, despotricaba contra Castro y el “vil comunismo” y añoraba los frijoles, el plátano frito y el café aquel de su tierra que era mucho mejor que este que tomamos por aquí. Padecía enfermedades misteriosas que le mantenían alejado del trabajo durante largas temporadas y, en general, se mostraba receloso con su vida privada. A pesar de nuestra cordial relación sus frecuentes ausencias eran un misterio para mí. Cada vez se mostraba más y más reservado e intentaba pasar inadvertido.
Su total desaparición me dejó sin sitio para la reflexión. Repentinamente sentí deseos de abundar en algunas de nuestras charlas condimentadas y él ya se había marchado sin dejar señas ni rastros. Quedaban los libros que me había regalado, así que exploré en ellos las razones de aquella despedida a la francesa.
2
En cuanto a éstos, ahora prefiero el primero, el de la portada roja, sobre el segundo, el de la portada azul. Ambos manejan un estilo muy paralelo al de nuestros poetas del medio siglo; especialmente notable es su parecido con Valente, por ej.:
Camino hacia el cuerpo de la noche,
tropiezo con los restos del día,
con las sombras que fluyen
hacia la definición de la mañana.
Aunque en ellos pueden descubrirse mayores influencia norteamericanas, de Whitman al objetivismo. El primero combina varios estilos y temas que X distribuyó en 9 capítulos. En general abundan los poemas de gran longitud, verso muy largo y lenguaje coloquial. No es un mal libro pero le perjudica su gran extensión. Quizá la sección más interesante y más personal es la titulada Contribuciones al estudio de la historia; a ella corresponde este poema que, bien a las claras, expresa su admiración por los discretos:
Epitafio americano
Fue oscuro y pobre como un dios.
La íntima bondad de su silencio
apagó la soberbia de la estirpe violenta
como la desnudez de la espada.
La sangre
y el dolor
y las tenaces miserias del cuerpo
fueron el desmesurado patrimonio de sus días.
No poseyó nada
ni deseó otra cosa
que el generoso olvido de sí mismo.
Para él, la muerte fue el encuentro
con otra pobreza,
con otra oscuridad:
magníficas, enormes.
Algunas veces puede resultar más nihilista y tétrico, como en ese que acaba así: Noche sin término sin salida: todos hablan del amanecer pero nadie lo espera.... Pero siempre esa exploración de lo invisible, de lo ignorado. ¿Un intento por rescatar a alguien de un olvido de hierro? O quizás el deseo escondido de ser también rescatados de ese mismo pozo:
Muerte de un poeta menor en la Guerra de Independencia de 1895 (Carlos Pío Urbach)
En verdad, nada sabemos, nada sabremos,
salvo que su muerte fue difícil.
Siempre es así la muerte de un poeta.
En libros (historias, antologías),
fríos y escuetos datos, textos, unos pocos textos:
La cicatriz de tu urgencia y tu delirio,
paisajes fabulosos como espejismos en el alba,
tu ingenua delicadeza en un sueño interminable,
Oh, tu muerte no puede saber
el vértigo de los cambios,
la sentencia del devenir,
la semántica del olvido y la indiferencia,
el sacramento póstumo
de la erudición y la exquisitez;
tampoco tu vida.
Ser fiel a la realidad
es dejar que la realidad nos sea,
sea,
sólo eso.
El poeta es finalmente reducido a una acumulación de palabras que su sintaxis dispone en cierto orden. Se abandona la historia y la comodidad de las fechas. Pero la Naturaleza, siempre dispuesta para abrumar al poeta, es una tentación indispensable ante la que éste indefectiblemente termina por claudicar, renunciando a lo único que le justifica:
Poesía y botánica
La flor
es una estrella enorme y delicada.
Algo infinitamente mejor que el poema
que iba a escribir, y que ahora
ya no es necesario.
Así, llega el punto en que la realidad cotidiana deviene hecho poético por voluntad del autor. Vive la vida, o mejor deja que la vida te viva. No es la vocación de hacer de la vida una realización artística, como quería Wilde, sino la lectura poética de una vida ajena a toda pringue lírica:
No el poema definitivo
Sí, Frank O'Hara tenía toda la razón: es maravilloso
saltar de la cama y beber demasiado café
y fumar demasiados cigarrillos y amar tanto
que todo, menos la escritura, es un poema definitivo.
Parece llegar, por fin, a la prospección sistémica, al catálogo definitivo de los actos, sin actor. Y por ello mismo encerrados en la esfera de lo poético. No debe haber reflexión, ni historia. Los objetos sin memoria, los trajines diarios han de presentarse cuanto más desnudos mejor. El hecho poético es así una clase de mirada:
Día festivo
Levantarse un poco más tarde que de costumbre;
escuchar las noticias de la radio;
las pequeñas obligaciones domésticas:
cambiar
el cristal roto,
componer
el grifo de la ducha,
pintar
el sillón del portal...
También es necesario ordenar de una vez
(no se puede esperar más)
el librero
los papeles,
hacer una selección
de lo que no interesa,
deshacerse de aquello
que no sirve...
El poeta ha desaparecido definitivamente. Se ha consumado su invisibilidad. Sólo quedan palabras que reflejan actos inocuos, incapaces de transcender el tiempo. Además, se han elegido cuidadosamente los cómplices. Aquellos que conocen la trama están imposibilitados para hablar:
Una roca
Ignoro el nombre,
el valor de esta roca
que recogí de niño.
Nunca he querido
saber nada sobre ella.
Basta que sea sólo eso:
una roca,
y que siempre me acompañe,
alegrando silenciosa, deslumbrante,
hoy mi mesa de trabajo,
mañana un librero
o cualquier otro sitio de la casa
que de pronto necesite.
Nada sé de esta roca:
ella conoce toda mi vida.
Pero todavía hay un paso más que dar. Queda esa mezquindad: la obra propia, ese estorbo, esa mácula. Felizmente, el poeta prevé esa contrariedad y dicta, en el libro azul, su aniquilamiento. El poeta pertenece ya a otra época, pero no a la historia, como en los primeros casos reseñados, sino a la nada, al tiempo vacío, al olvido. Le debemos, y lo sabemos, vida y belleza; pero sobre todo le debemos esa humilde insignificancia, esa discreta no presencia, esa aliviadora invisibilidad:
Homenaje a un poeta de otro tiempo
Sus días fueron arduos,
oscuros.
Su ideal fue la belleza
y le fue fiel hasta el fin.
Le debemos tanta vida,
tanta belleza.
Nada sabemos de él.
Sus poemas se perdieron.
3
El perfil desdibujado del poeta ha desaparecido como un carboncillo rancio. A nosotros nos quedaron, eso sí, muchas conversaciones por mantener. Él se fue unas navidades a ver a su familia, tras haber obtenido la nacionalidad española. Regresó más gordo y risueño, pero no sé si más feliz. Su facilidad para imaginar enfermedades misteriosas aumentó considerablemente y empezó a faltar cada vez más al trabajo. Según me confesó, los castristas le acusaban de dos hechos horrendos: los bombardeos de Vietnam y haber editado a Borges en Cuba. Alguien parecía perseguirle y pasear con él era un delirio de esquinazos y revueltas. Eso cuando no estaba meticulosamente borracho de dudoso brandy e iba derribando estanterías y puestos.
Ya hacía casi un año que me había despedido de aquel trabajo, cuando X marchó nuevamente al extranjero a visitar a su familia. Viaje del que no regresó. Los esfuerzos de la empresa por localizarle y abonarle lo que se le adeudaba fueron infructuosos: en su casa respondieron, ante el estupor de nuestro ex-jefe, que allí no se encontraba y que no sabían ni querían saber nada de él. Sus amigos de aquí tampoco sabía o aparentaban saber nada de él. Yo, sin embargo, lo imagino en alguna playa caribeña, tomando interminables mojitos y vistiendo una horrenda camisa de lunares morados que se ponía para las ocasiones. Libre de tentaciones literarias. Frente a él, una isla soñada gravita en el tiempo. Sus enemigos le condenaron al exilio, que es indudablemente una forma ingrata de invisibilidad. Trabajo inútil: él ya se había tomado la molestia de ser invisible, primero ante sus amigos de aquí, luego ante su familia y finalmente ante quienes más le importan a un escritor: sus lectores. Gente sin rostro al fin y al cabo.
¿Sabéis
qué? Son las 23:50h.
y mientras tanto Óscar maldecía la cobertura germana y se preguntaba si habrías cogido el tren o si estabas esperando acompañada de mendigos cordobeses en Frankfurt...
ResponderEliminarSabes que son las 4:44. A esto le llamo amor. Oscar muy gracioso lo del área de servicio pero todos estábamos algo preocupados. Como quiero a tú novia.
ResponderEliminarConfié en que el Yoigo funcionara en alemania. Con el otro número no tuve problema la otra vez. Pero no os tenéis que preocupar!!
ResponderEliminarPensad que si hay un accidente de avión en Europa, sobre todo si sale de España, lo darían en las noticias ;)
entradaza, puro awi.
ResponderEliminartambién tengo el lavapiés (los reyes se portaron bien) me está gustando mucho, no hace falta haber estado en lavapiés para sentirse allí