- ¡Taxi, Taxi!
Eran las seis y treinta y cinco de una tarde utópica – atípica otoñal, a ratos hacía mucho frío y de repente muchísimo calor. La gabardina de un gris fosforescente, mis tacones sobre una acera resplandeciente. Poca gente y mucho tráfico, poca gente en el asfalto. Tenía que llegar a las siete al ayuntamiento, (por un asunto estresantemente burocrático), si quería conservar mis conocimientos de piano. Si no firmaba esos papeles, que serían mi billete de ida hacia una de las clases magistrales del Chirridito González, todos mis conocimientos de solfeo, ritmo y demás se esfumarían de mi mente. Así, en un soplido. Así como te lo digo, así como te lo estoy contando.
Así van las cosas aquí, al menos desde hace unos años. El sistema educativo ha llegado a tal punto que si no eres los suficientemente bueno en algo debes olvidarlo por completo, para así dejar sitio en la cabeza a otro tipo de conocimientos. En principio parecía algo eficaz: Los médicos se dedicarían sólo a la medicina, sin resquicios filosóficos que entorpecieran su precisión de cirujanos, y los de letras ni siquiera podrían ser capaces de aprender a hacer sudokus.
Pero cuando me dijeron que el piano no era lo mío, que debía abandonar y dejar sitio a las leyes civiles y el derecho, (que se supone que es lo mío), sentí verdadero temor por mi libertad, por mi derecho a ser una inepta musical. Pero no me quedaba más remedio.
Estaba a un paso de conseguir el nível mínimo aceptable, pero para ello necesitaba mano dura: un par de horas con el Chirridito González, un portento del piano capaz de hacer entonar el himno nacional con total sensibilidad a un miembro de la revuelta social.
- Venga, suba, que no tengo todo el día.
Me senté, como siempre, detrás, y sin decirle nada arrancó el coche y puso en marcha el contador. Pero bueno, estaba tranquila: en cinco minutos llegaría al ayuntamiento.
Pues no. En cinco minutos llegamos, pero no al ayuntamiento, sino a una parada de taxis que había en la calle del León.
- Venga, señoras, que no tengo todo el día.
- Hija, ponte en medio, que nosotras estamos muy gordas.
- ¿Pero qué...?
Dos señoras subieron como si, en lugar de un taxi, aquello fuera un autobús. Una a mi derecha, otra a mi izquierda.
- Ponte el cinturón, muchacha.
Y pensé que no era necesario, teniendo en cuenta que el ayuntamiento estaba a tiro de piedra, pero ellas comenzaron a atarme literalmente.
Cinturones de seguridad que apretaban mi cuello, se aferraban a mis muñecas, mi cintura y mis tobillos.
- Oiga, por favor, vamos al ayuntamiento.
- Tranquilita, señorita, a mí no me vengas con prisas. Si querías un viaje directo haberte cogido un autobús.
Intenté hacer un gesto de desistimiento, y a la vez de zozobra, angustia, inquietud, pero las correas me lo impidieron. No iba a llegar al ayuntamiento, no podría presentar mi solicitud y mucho menos acudir a aquella clase. El tiempo se me echaba encima, de vez en cuando lo veía encima de mi cabeza riéndose de mí, aunque otras veces me ponía carita de pena, como diciendo: no es culpa mía haber nacido atemporal.
- ¿a dónde se dirige usted, muchachita?
Miré a la bruja vieja con antipatía primero, extrañeza después.
- Ya lo he dicho. Al ayuntamiento.
- Yo voy al hospital, a que me trepanen. Debo llegar ahora, ¡ahora mismo!
- ¿a que la operen?
- No, no. – Dijo la otra mujer. – Está un poco... – Se señaló la cabeza y bizqueó los ojos. – Como ya no es útil le harán una lobotomía. Es a lo que aspiramos todos.
Abrí los ojos, subí las cejas y miré hacia un lado, buscando la cámara oculta, pero en lugar de eso encontré el reloj de la vieja: 19.01h.
Abrí los ojos más, la vieja puso las manos debajo por si se me caían, y yo pregunté:
- ¿Sabe tocar el piano? ¿ algo de música, algo?
- ¿Perdona?
- Necesito que me pregunte algo.
- ¿Do, re mi fa...?
Y no sé si fueron los nervios, la emoción del momento, o qué, pero empecé a tararear una canción de Bisbal, y me asusté. Evidentemente, me había convertido en una inepta musical.
No había marcha atrás.
- Por favor, por favor, ¡déjeme bajar...!
- Un segundo, por favor, antes que nada, coja este libro. Me lo publicarán mañana, en un acto público en la estación de autobuses.
- Gracias. –Dije a regañadientes, cogiendo aquel libro, y muerta de envidia. Los taxistas no deberían escribir si yo no puedo tocar el piano.
Estaba cerca del maldito ayuntamiento, centro de la burocracia perversa, así que fui hacia allí y me senté en un banco.
Y volvió a hacer frío, me arropé con la gabardina, y no fui capaz de llorar porque hace tiempo me dictaron que no lloraba correctamente.
Pero de todas las sentencias, tal vez la peor sea la inadaptación social.
- No eres apta. No eres social.
En este país los tímidos son una raza aparte, una raza inferior si cabe. No, no cabe, es que lo son.
En este país los tímidos no valen nada, no pueden ejecutar ninguna actividad de prestigio y se les niega el derecho a amar. Muchos se dan a la bebida, otros son yonkis y otras prostitutas. Son el despojo social, y la sociabilidad es algo irrecuperable.
Como mis conocimientos de piano.
Yo tenía una prima que era así, tímida. Cuando sentenciaron que era una inadaptada social perdió la facultad del habla y ahora vive sola con unos gatos que, de un momento a otro le sacarán los ojos.
Los tuertos tampoco son bien vistos, y mucho menos los que carecen de ojos... Es muy triste, pero desde que los globos oculares se convirtieron en objetos de lujo es necesario andarse con cuidado, pues siempre aparece alguien que te los quiere arrebatar. Es por eso que es común ver gente con gafas de soldador.
***
- ¡Olivia! ¿Qué haces ahí sentada con la helada que está cayendo?
- El frío amortigua mi tristeza.
Siempre, cuando no quieres encontrarte con alguien, alguien te encuentra.
Aquella tarde-noche quería ser un individuo anónimo, como tantos que hay en la plaza del ayuntamiento o en el paseo del Espolón. Aquella tarde-noche quería estar sola. Si la gente me veía como una desgraciada, me daba igual: La misma desgracia tenían todos ellos.
Él era Badea, un antiguo amigo de la infancia que hizo un módulo de ebanistería. Le acompañaba una funda con forma de guitarra, y me enfadé con el mundo. Si yo no puedo tocar el piano, un carpintero no tiene porqué saber tocar la guitarra.
Será que tiene mucho espacio en la cabeza.
La verdad es que siempre fue bastante cabezón.
- Te estuve llamando, Olivia. Te llamé... hace unos años.
- Sí, bueno, estuve ocupada.
Cuando me despojaron de la capacidad de llorar me encerré en casa y me estudié la constitución. No por nada en especial, sino porque era ese el único libro que tenía en casa. La razón era muy simple: cuando llegaron al gobierno los actuales mandatarios, lo primero que hicieron fue enviar una Constitución a cada domicilio. Al cabo de un mes enviaron a ciertas personas vinculadas al partido a revisar cada hogar, y si no encontraban el dichoso librillo condenaban a los miembros del hogar al aislamiento social. Sí, ya ves: Los convertían en repulsivos tímidos antisociales.
Como mi padre es barrendero y mi madre funcionaria, por decreto no necesitaban leer, así que de la noche a la mañana se despojaron de toda la literatura que hubiera en casa, a excepción de las instrucciones de la tele y la dichosa Constitución.
De ahí que me convirtiera en una prestigiosa abogada.
- Te llamé tantas veces porque tenía pensado formar un grupo de rock, pero la cosa no funcionó... Con la ley de espacio cerebral se han perdido muchas promesas de la música... Sigh. Últimamente sólo se escucha reaggetón, ¿te has dado cuenta?
- Sí, bueno, yo también empiezo a soñar con Bisbal...
- Pero, ¿cómo, Olivia? ¿No me dijiste que tenías conocimiento mus...?
- Tenía, pero se fue. Precisamente hoy, ni más ni menos, por no llegar a tiempo he olvidado completamente lo poco que sabía de pi... ehm...
- Piano.
Sus ojines se tornaron tristes y pequeños. Se apagaron y perdieron todo su valor por un segundo... Vi ese momento como un instante precioso, para pillarle de improviso y arrancárselos de cuajo, pero claro... aún me quedaba algo de sentido común que a duras penas luchaba contra la codicia.
Como yo no podía llorar mis ojos no solían bajar la guardia. No hay mal que por bien no venga. El problema es que la tristeza que no sale en forma de lágrima, de otra forma tendrá que salir, y se manifiesta en sangre a través de las yemas de mis dedos. Desde luego, bien es cierto que no me convenía tocar el piano, pues si me emocionaba al tocar una partitura de Chopin las teclas se llenaban de sangre, me resbalaban los dedos y salían melodías más amargas aún. Y volvía a necesitar llorar, esta vez por ira o tal vez impotencia, y mis yemas borbotones de sangre me engendraban...
Siempre acababa tirada en el suelo, inconsciente, anémica perdida.
- Abre esto, a ver que te parece. –
Puso el artefacto sobre mis piernas y deslicé la cremallera, para sacar después de la funda una guitarra de madera.
Unos siete centímetros de grosor, madera sin pulir, sin formas redondas. Era una placa de madera con forma de guitarra pixelada.
- Unas cuerdas y un redondo boquete. Badea, esto es un juguete.
Rasgué las cuerdas y de ellas no brotó sonido alguno.
- Definitivamente, si me quedaba alguna duda, ¡soy una inútil musical!
- Que no mujer, es que le tienes que dar al On.
Abrí los ojos, subí las cejas y miré hacia un lado, buscando la cámara oculta. Badea puso las manos debajo, por si se me caían.
Fin de la primera parte.
Eran las seis y treinta y cinco de una tarde utópica – atípica otoñal, a ratos hacía mucho frío y de repente muchísimo calor. La gabardina de un gris fosforescente, mis tacones sobre una acera resplandeciente. Poca gente y mucho tráfico, poca gente en el asfalto. Tenía que llegar a las siete al ayuntamiento, (por un asunto estresantemente burocrático), si quería conservar mis conocimientos de piano. Si no firmaba esos papeles, que serían mi billete de ida hacia una de las clases magistrales del Chirridito González, todos mis conocimientos de solfeo, ritmo y demás se esfumarían de mi mente. Así, en un soplido. Así como te lo digo, así como te lo estoy contando.
Así van las cosas aquí, al menos desde hace unos años. El sistema educativo ha llegado a tal punto que si no eres los suficientemente bueno en algo debes olvidarlo por completo, para así dejar sitio en la cabeza a otro tipo de conocimientos. En principio parecía algo eficaz: Los médicos se dedicarían sólo a la medicina, sin resquicios filosóficos que entorpecieran su precisión de cirujanos, y los de letras ni siquiera podrían ser capaces de aprender a hacer sudokus.
Pero cuando me dijeron que el piano no era lo mío, que debía abandonar y dejar sitio a las leyes civiles y el derecho, (que se supone que es lo mío), sentí verdadero temor por mi libertad, por mi derecho a ser una inepta musical. Pero no me quedaba más remedio.
Estaba a un paso de conseguir el nível mínimo aceptable, pero para ello necesitaba mano dura: un par de horas con el Chirridito González, un portento del piano capaz de hacer entonar el himno nacional con total sensibilidad a un miembro de la revuelta social.
- Venga, suba, que no tengo todo el día.
Me senté, como siempre, detrás, y sin decirle nada arrancó el coche y puso en marcha el contador. Pero bueno, estaba tranquila: en cinco minutos llegaría al ayuntamiento.
Pues no. En cinco minutos llegamos, pero no al ayuntamiento, sino a una parada de taxis que había en la calle del León.
- Venga, señoras, que no tengo todo el día.
- Hija, ponte en medio, que nosotras estamos muy gordas.
- ¿Pero qué...?
Dos señoras subieron como si, en lugar de un taxi, aquello fuera un autobús. Una a mi derecha, otra a mi izquierda.
- Ponte el cinturón, muchacha.
Y pensé que no era necesario, teniendo en cuenta que el ayuntamiento estaba a tiro de piedra, pero ellas comenzaron a atarme literalmente.
Cinturones de seguridad que apretaban mi cuello, se aferraban a mis muñecas, mi cintura y mis tobillos.
- Oiga, por favor, vamos al ayuntamiento.
- Tranquilita, señorita, a mí no me vengas con prisas. Si querías un viaje directo haberte cogido un autobús.
Intenté hacer un gesto de desistimiento, y a la vez de zozobra, angustia, inquietud, pero las correas me lo impidieron. No iba a llegar al ayuntamiento, no podría presentar mi solicitud y mucho menos acudir a aquella clase. El tiempo se me echaba encima, de vez en cuando lo veía encima de mi cabeza riéndose de mí, aunque otras veces me ponía carita de pena, como diciendo: no es culpa mía haber nacido atemporal.
- ¿a dónde se dirige usted, muchachita?
Miré a la bruja vieja con antipatía primero, extrañeza después.
- Ya lo he dicho. Al ayuntamiento.
- Yo voy al hospital, a que me trepanen. Debo llegar ahora, ¡ahora mismo!
- ¿a que la operen?
- No, no. – Dijo la otra mujer. – Está un poco... – Se señaló la cabeza y bizqueó los ojos. – Como ya no es útil le harán una lobotomía. Es a lo que aspiramos todos.
Abrí los ojos, subí las cejas y miré hacia un lado, buscando la cámara oculta, pero en lugar de eso encontré el reloj de la vieja: 19.01h.
Abrí los ojos más, la vieja puso las manos debajo por si se me caían, y yo pregunté:
- ¿Sabe tocar el piano? ¿ algo de música, algo?
- ¿Perdona?
- Necesito que me pregunte algo.
- ¿Do, re mi fa...?
Y no sé si fueron los nervios, la emoción del momento, o qué, pero empecé a tararear una canción de Bisbal, y me asusté. Evidentemente, me había convertido en una inepta musical.
No había marcha atrás.
- Por favor, por favor, ¡déjeme bajar...!
- Un segundo, por favor, antes que nada, coja este libro. Me lo publicarán mañana, en un acto público en la estación de autobuses.
- Gracias. –Dije a regañadientes, cogiendo aquel libro, y muerta de envidia. Los taxistas no deberían escribir si yo no puedo tocar el piano.
Estaba cerca del maldito ayuntamiento, centro de la burocracia perversa, así que fui hacia allí y me senté en un banco.
Y volvió a hacer frío, me arropé con la gabardina, y no fui capaz de llorar porque hace tiempo me dictaron que no lloraba correctamente.
Pero de todas las sentencias, tal vez la peor sea la inadaptación social.
- No eres apta. No eres social.
En este país los tímidos son una raza aparte, una raza inferior si cabe. No, no cabe, es que lo son.
En este país los tímidos no valen nada, no pueden ejecutar ninguna actividad de prestigio y se les niega el derecho a amar. Muchos se dan a la bebida, otros son yonkis y otras prostitutas. Son el despojo social, y la sociabilidad es algo irrecuperable.
Como mis conocimientos de piano.
Yo tenía una prima que era así, tímida. Cuando sentenciaron que era una inadaptada social perdió la facultad del habla y ahora vive sola con unos gatos que, de un momento a otro le sacarán los ojos.
Los tuertos tampoco son bien vistos, y mucho menos los que carecen de ojos... Es muy triste, pero desde que los globos oculares se convirtieron en objetos de lujo es necesario andarse con cuidado, pues siempre aparece alguien que te los quiere arrebatar. Es por eso que es común ver gente con gafas de soldador.
***
- ¡Olivia! ¿Qué haces ahí sentada con la helada que está cayendo?
- El frío amortigua mi tristeza.
Siempre, cuando no quieres encontrarte con alguien, alguien te encuentra.
Aquella tarde-noche quería ser un individuo anónimo, como tantos que hay en la plaza del ayuntamiento o en el paseo del Espolón. Aquella tarde-noche quería estar sola. Si la gente me veía como una desgraciada, me daba igual: La misma desgracia tenían todos ellos.
Él era Badea, un antiguo amigo de la infancia que hizo un módulo de ebanistería. Le acompañaba una funda con forma de guitarra, y me enfadé con el mundo. Si yo no puedo tocar el piano, un carpintero no tiene porqué saber tocar la guitarra.
Será que tiene mucho espacio en la cabeza.
La verdad es que siempre fue bastante cabezón.
- Te estuve llamando, Olivia. Te llamé... hace unos años.
- Sí, bueno, estuve ocupada.
Cuando me despojaron de la capacidad de llorar me encerré en casa y me estudié la constitución. No por nada en especial, sino porque era ese el único libro que tenía en casa. La razón era muy simple: cuando llegaron al gobierno los actuales mandatarios, lo primero que hicieron fue enviar una Constitución a cada domicilio. Al cabo de un mes enviaron a ciertas personas vinculadas al partido a revisar cada hogar, y si no encontraban el dichoso librillo condenaban a los miembros del hogar al aislamiento social. Sí, ya ves: Los convertían en repulsivos tímidos antisociales.
Como mi padre es barrendero y mi madre funcionaria, por decreto no necesitaban leer, así que de la noche a la mañana se despojaron de toda la literatura que hubiera en casa, a excepción de las instrucciones de la tele y la dichosa Constitución.
De ahí que me convirtiera en una prestigiosa abogada.
- Te llamé tantas veces porque tenía pensado formar un grupo de rock, pero la cosa no funcionó... Con la ley de espacio cerebral se han perdido muchas promesas de la música... Sigh. Últimamente sólo se escucha reaggetón, ¿te has dado cuenta?
- Sí, bueno, yo también empiezo a soñar con Bisbal...
- Pero, ¿cómo, Olivia? ¿No me dijiste que tenías conocimiento mus...?
- Tenía, pero se fue. Precisamente hoy, ni más ni menos, por no llegar a tiempo he olvidado completamente lo poco que sabía de pi... ehm...
- Piano.
Sus ojines se tornaron tristes y pequeños. Se apagaron y perdieron todo su valor por un segundo... Vi ese momento como un instante precioso, para pillarle de improviso y arrancárselos de cuajo, pero claro... aún me quedaba algo de sentido común que a duras penas luchaba contra la codicia.
Como yo no podía llorar mis ojos no solían bajar la guardia. No hay mal que por bien no venga. El problema es que la tristeza que no sale en forma de lágrima, de otra forma tendrá que salir, y se manifiesta en sangre a través de las yemas de mis dedos. Desde luego, bien es cierto que no me convenía tocar el piano, pues si me emocionaba al tocar una partitura de Chopin las teclas se llenaban de sangre, me resbalaban los dedos y salían melodías más amargas aún. Y volvía a necesitar llorar, esta vez por ira o tal vez impotencia, y mis yemas borbotones de sangre me engendraban...
Siempre acababa tirada en el suelo, inconsciente, anémica perdida.
- Abre esto, a ver que te parece. –
Puso el artefacto sobre mis piernas y deslicé la cremallera, para sacar después de la funda una guitarra de madera.
Unos siete centímetros de grosor, madera sin pulir, sin formas redondas. Era una placa de madera con forma de guitarra pixelada.
- Unas cuerdas y un redondo boquete. Badea, esto es un juguete.
Rasgué las cuerdas y de ellas no brotó sonido alguno.
- Definitivamente, si me quedaba alguna duda, ¡soy una inútil musical!
- Que no mujer, es que le tienes que dar al On.
Abrí los ojos, subí las cejas y miré hacia un lado, buscando la cámara oculta. Badea puso las manos debajo, por si se me caían.
Fin de la primera parte.
no está mal.
ResponderEliminarEs un amargo pero bonito cuento. ¿Te inspiraste en parte en Farenheit 451? Seguro que sí. Un país en el que la lectura está prohibida y en el que todo atisbo de imaginación o de cualquier cosa que se salga de lo previsto es considerado una amenaza...
ResponderEliminarPor otro lado, has descrito bastante bien el mal de la sociedad burocrática actual; si no tienes papeles no existes... es como una maldita obra de teatro en la que se ha dado el poder de escribir las hojas en blanco a un grupo de memos. Si no tienes tu condenado título oficial, no sabes nada de nada, aunque lleves décadas en ello...
La primera parte del cuento me recordó bastante a la situación en la que me vi inmerso al intentar matricularme en primero de filosofía, hace ya más de una año. Casi me vi abocado a la desesperación, casi tuve que dejarlo. Todo por culpa de la burocracia y del apestoso dinero...
En fin, que te voy a contar, seguro que tu también tuviste tus problemas por no ser de Valladolid.
Estaré muy pronto de vuelta. Nos vemos. Cuídate
No he visto Farenheit 451, pero supongo que tiene parte de Brazil y Requiem por un sueño, que son las películas que vi la tarde previa a la noche que lo escribí.
ResponderEliminarmira que estoy intentando dejarlo, pero cada vez que entro y me pongo a leer post antiguos... puf.
ResponderEliminarqué pasada.