Paula me miraba. Tenía sus ojos fijados en mí. Apenas parpadeaba. Como siempre solía estar, de cuclillas en una esquina de la sala, opuesta a ella, era mi posición. Paula no soportaba aquello. Lo sabía. Paula no soportaba mi timidez, mi falta de efusión, de decisión inmediata. No podía entender mi inseguridad ni mis prejuicios.
Mi madre solía decirme que por las noches las calles se llenaban de monstruos sedientos de sangre. También me decía que yo tenía la sangre dulce, y que por eso me picaban los mosquitos.
“Piensa Malena: Si gustas a los finifes, ¿cómo no van a ir las bestias de la noche a por el azúcar de tu sangre?”
- Paula, ¿tú tienes la sangre dulce?
- ¿Qué dices?
- Afuera hay bestias.
- Afuera hay granizo, Malena. Sólo eso. No debes tener miedo.
Paula estaba nerviosa, y la notaba triste. Sus ojos estaban rojos. La habitación se
había quedado sin luz debido a la tormenta, pero yo lo sabía. Huelo la tristeza.
La tristeza tiene un olor ácido, y frío. Es un olor que puede entrar por los ojos y llegar hasta el corazón, a la vez que te hiela la mente, como cuando intentas esnifar el frío de una mañana de enero. Pero la tristeza no es tan neutra; tiene una pizca ácida, que te embriaga y te incomoda. Por eso cuando estaba a solas con Paula me intentaba alejar de su lado. Porque no era capaz de asimilar tanto dolor.
Y, sin embargo, no había nadie que me diera cariño mejor que ella.
El amor que recibía de Paula era maravilloso. Único.
Un placer perfecto. Mágico.
Pero yo era incapaz de devolverle tal amor.
Yo sólo podía absorber su agonía.
Sabía que en la calle había bestias. Las había visto.
- Malena, ¿alguna vez te has fijado en el sexo de los muñecos? Las muñecas que
representan figuras humanas adultas son ángeles. Ellas ni siquiera tiene pezones, y ellos no tienen polla. Están cerrados.
Cerrados... Así es como nos violan, Malena. Violan nuestra mente, diciendo con sus putos muñecos asexuales que el sexo es malo, vergonzoso. No sólo el sexo, sino nuestro cuerpo también. Nos hacen sentir extraños. ¿Cuántas niñas se miran el sexo? Maldita sea, si creo ser la única de mi colegio que se haya mirado el coño para saber cómo es la única cosa en este mundo que me hace tomar conciencia de que mi cuerpo está vivo: el clítoris. Sé de niñas que creen que el clítoris es un agujero, y a las que acariciarse les parece algo impensable.
En cambio, los muñecos que representan bebés, sí tienen sexo. ¿Y sabes por qué? Porque son tan ignorantes que les resulta imposible pensar que un niño pueda sentir su cuerpo y manifestar el amor de la misma manera que los adultos. Todo lo relacionado con la infancia se ve como un mundo aparte, Malena. Por eso no hacemos nada malo: sólo hacemos uso de la extrema libertad que ellos nos han dado.
Nuestro sexo es puro.
Nuestros errores nos los perdonan. Y el llorar no nos lo reprochan con humillación, -como hacen entre ellos, en un mundo donde el que más llora es el más débil, - sino que nos perdonan. Es más, desean apaciguar nuestro llanto por cualquier medio, incluso dándonos caprichos.
Yo ya no soy una niña, Malena. Empiezo a corromperme... A los catorce años se está en el limbo, entre la infancia y la inseguridad de la madurez. El sexo ya no es bonito, es humillante. Pero tú aún eres joven. Aún te quedan años de libertad, de felicidad. Sé lista, sé hipócrita: disfruta.
No seas una infeliz como yo; no llegues a instituto odiando a todos tus compañeros y a ti misma... y a tu cuerpo. No te conviertas en alguien como yo, Malena, por favor. Te quiero demasiado como para verte tan destruida. Tan sola. -
Paula lloraba sin cesar.
En aquel momento yo presté más atención a sus lágrimas que a sus palabras.
Me encantaba escucharla: tenía una voz preciosa. Muy dulce. Casi de niña. Y es que en realidad Paula era una niña. Daba igual que tuviera catorce, diecisiete, veintiuno, treinta años... Ella siempre sería una niña. Y es que la vida está en la infancia; el resto sólo es degradación. Una imparable caída en picado hacia la tumba.
Pero Paula tenía espíritu de inmortal.
Aquella noche yo tenía siete años, y, pese a mi corta edad, ya había vivido demasiadas experiencias políticamente incorrectas para una niña. Pero era eso, una niña. Sólo una niña. Una niña que temía salir a la calle al caer la noche por miedo a que las bestias la atacaran, atraídos por el dulce de su sangre.
Mi madre solía decirme que por las noches las calles se llenaban de monstruos sedientos de sangre. También me decía que yo tenía la sangre dulce, y que por eso me picaban los mosquitos.
“Piensa Malena: Si gustas a los finifes, ¿cómo no van a ir las bestias de la noche a por el azúcar de tu sangre?”
- Paula, ¿tú tienes la sangre dulce?
- ¿Qué dices?
- Afuera hay bestias.
- Afuera hay granizo, Malena. Sólo eso. No debes tener miedo.
Paula estaba nerviosa, y la notaba triste. Sus ojos estaban rojos. La habitación se
había quedado sin luz debido a la tormenta, pero yo lo sabía. Huelo la tristeza.
La tristeza tiene un olor ácido, y frío. Es un olor que puede entrar por los ojos y llegar hasta el corazón, a la vez que te hiela la mente, como cuando intentas esnifar el frío de una mañana de enero. Pero la tristeza no es tan neutra; tiene una pizca ácida, que te embriaga y te incomoda. Por eso cuando estaba a solas con Paula me intentaba alejar de su lado. Porque no era capaz de asimilar tanto dolor.
Y, sin embargo, no había nadie que me diera cariño mejor que ella.
El amor que recibía de Paula era maravilloso. Único.
Un placer perfecto. Mágico.
Pero yo era incapaz de devolverle tal amor.
Yo sólo podía absorber su agonía.
Sabía que en la calle había bestias. Las había visto.
- Malena, ¿alguna vez te has fijado en el sexo de los muñecos? Las muñecas que
representan figuras humanas adultas son ángeles. Ellas ni siquiera tiene pezones, y ellos no tienen polla. Están cerrados.
Cerrados... Así es como nos violan, Malena. Violan nuestra mente, diciendo con sus putos muñecos asexuales que el sexo es malo, vergonzoso. No sólo el sexo, sino nuestro cuerpo también. Nos hacen sentir extraños. ¿Cuántas niñas se miran el sexo? Maldita sea, si creo ser la única de mi colegio que se haya mirado el coño para saber cómo es la única cosa en este mundo que me hace tomar conciencia de que mi cuerpo está vivo: el clítoris. Sé de niñas que creen que el clítoris es un agujero, y a las que acariciarse les parece algo impensable.
En cambio, los muñecos que representan bebés, sí tienen sexo. ¿Y sabes por qué? Porque son tan ignorantes que les resulta imposible pensar que un niño pueda sentir su cuerpo y manifestar el amor de la misma manera que los adultos. Todo lo relacionado con la infancia se ve como un mundo aparte, Malena. Por eso no hacemos nada malo: sólo hacemos uso de la extrema libertad que ellos nos han dado.
Nuestro sexo es puro.
Nuestros errores nos los perdonan. Y el llorar no nos lo reprochan con humillación, -como hacen entre ellos, en un mundo donde el que más llora es el más débil, - sino que nos perdonan. Es más, desean apaciguar nuestro llanto por cualquier medio, incluso dándonos caprichos.
Yo ya no soy una niña, Malena. Empiezo a corromperme... A los catorce años se está en el limbo, entre la infancia y la inseguridad de la madurez. El sexo ya no es bonito, es humillante. Pero tú aún eres joven. Aún te quedan años de libertad, de felicidad. Sé lista, sé hipócrita: disfruta.
No seas una infeliz como yo; no llegues a instituto odiando a todos tus compañeros y a ti misma... y a tu cuerpo. No te conviertas en alguien como yo, Malena, por favor. Te quiero demasiado como para verte tan destruida. Tan sola. -
Paula lloraba sin cesar.
En aquel momento yo presté más atención a sus lágrimas que a sus palabras.
Me encantaba escucharla: tenía una voz preciosa. Muy dulce. Casi de niña. Y es que en realidad Paula era una niña. Daba igual que tuviera catorce, diecisiete, veintiuno, treinta años... Ella siempre sería una niña. Y es que la vida está en la infancia; el resto sólo es degradación. Una imparable caída en picado hacia la tumba.
Pero Paula tenía espíritu de inmortal.
Aquella noche yo tenía siete años, y, pese a mi corta edad, ya había vivido demasiadas experiencias políticamente incorrectas para una niña. Pero era eso, una niña. Sólo una niña. Una niña que temía salir a la calle al caer la noche por miedo a que las bestias la atacaran, atraídos por el dulce de su sangre.
Queremos historias repletas de aventura y sentimiento. Algo que solo los llamados chechus pueden ofrecer. Creo que hablo por todos al pedir apasionadamente una nueva y apasionante aventura de este grupo de ciencia ficcion que tan bien nos lo hizo pasar en el pasado.
ResponderEliminarHola.
ResponderEliminarSoy la coordinadora del Aula Literaria de Logroño. Repasando el blog, he visto que habías dejado un mensaje preguntando por cuándo salía la revista con los ganadores del Concurso Día del Libro del año pasado.
Está al caer. Y es gratis.
Escríbeme a este correo (carmenbf@gmail.com) y te cuento un poquillo.
Un saludo
Hola! Muchas gracias por tu visita y comentario en mi Espacio!
ResponderEliminarTu blog es alucinante y ya me lo agendo en favoritos para venir más seguido.
Te seguiré leyendo!
Un abrazo desde Buenos Aires.
Rosana.
una maravilla. quizá deberías mandarlo a la revista, o escribirás otro relato?
ResponderEliminara ver cuándo continúas Adri.
besitoooooos!
Sí, Simplemente perfecto a la vez q extraño.Paula no es la única q siente (o sintió) esa sensación de corromperse al llegar a esa edad en la q se empieza a "crecer", weno q m alegro d q sigas escribiendo, y q jamás dejes aquello q t gusta, ni por ti ni por nadie. Bss
ResponderEliminarPaula esta bien, pero el erotismo sideral de los CHECHUS no tiene comparacion. Ansiosos deseamos que se hable de ellos con la misma pasion y entrega ardiente con la que narras esta historia sobre los pipis y los pepes.
ResponderEliminarAsi que mas pipis pepes y chechus.
GORA MAZINGERMOZART!
HAIL ADRIANA!
Y VIVAN LOS DIPLODOCUS!