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Se perdieron y eran sólo dos estrellas de mar, de colores. Dos estrellas a las que se les acababan de cortar los brazos, y resucitaban, y volvían a desaparecer, para crecer después, para disfrutar del dolor. Porque se perdieron y no supieron distinguirlo, por más que la sangre emanara de sus huecos, aun viendo que la regeneración tardaba en aparecer. Se lamieron las heridas, e introdujeron en las yagas de la otra sus dedos arrugados para pintarse con las sangre el rostro y descubrir, por primera vez, de qué estaban hechas. Para, por primera vez, encontrarse y saber que se habían perdido para siempre.
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