Viniendo hacia Valladolid, en el tren, me he entretenido retomando la lectura de aquel libro que comencé antes de las vacaciones, durante el trayecto Valladolid - Logroño.
Me ha sorprendido la página 71 con lo siguiente:
Soñamos soledad y la soñamos siempre contra alguien, para demostrar algo. Distinto es dar los pasos hacia la soledad al final de una vida. Entonces no es el sueño, entonces es ir apagando las luces de las habitaciones hasta que quede una, y nada más. Distintos, sí, los pasos y los actos de los sueños. Soñamos soledad. Tendidos en la cama convocamos a nuestras huestes para el reagrupamiento. Soñamos soledad igual que un desafío.
Nos daremos cuartel para después seguir. La soledad es siempre para después y por eso los muertos no nos sirven. Los muertos pueden hacer, a veces, compañía, pero en el álbum de fotos de la soledad, en los acantilados, en las ciudades extranjeras, en las montañas que proyecta el lado frío de la almohada no aparecen los muertos sino los ojos de los vivos contra los que apostamos.
Soñamos soledad no para remediar los tímidos errores sino porque ellos, los tímidos errores, los insignificantes, nos han puesto en el disparadero. Se ha sonrojado el rostro en mitad de la noche reviviendo la equivocación y es entonces cuando ambicionamos un cambio de registro, un logro tan alto que los errores ridículos pierdan relevancia, se desdibujen, se lleguen a extinguir. Los muertos no nos sirven, los muertos no verán ese logro tan alto. Acaso ellos nos den algo de aliento en la consecución del gran propósito. Pero soñamos soledad contra los ojos de los vivos que sin saberlo, a veces, nos retaron.
El Lado Frío De La Almohada,
Anagrama 2004.
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