Cuánto estaría mintiendo si dijera que estoy tranquila. Me invaden la pesadillas pero el insomnio ha dejado de ser productivo. Soy incapaz de escribir una sola palabra. Vale que ahora esté escribiendo, pero no cuenta. Me han propuesto participar en una antología de poesía erótica y soy incapaz de escribir un solo verso. Todo lo referente al sexo, una vez escrito, me parece burdo. Intento darle la vuelta, pero el erotismo se convierte en muerte y entonces no puedo dormir porque los latidos de mi corazón en el silencio me agobian. Intento aferrarme a creencias. Pienso en Dios, en sesiones de espiritismo, en los milagros de Santa Teresa, en la casa del terror de las ferias y en el muñeco diabólico. Y no hay nada que consiga alejarme de la idea de eternidad que me persigue desde tan pequeña. No puedo escribir sobre erótica pensando en el cuerpo porque me hace sentir animal, in-ánima, mortal y dejo de verle el sentido a nada. Para cuando me quiero dar cuenta ya he manchado de sangre las sábanas. He vuelto a quitarme la piel. La sangre no hace sino acrecentar mi miedo a la muerte. Las pastillas de TSH para el hipotiroidismo -y el miedo absurdo a ser más grande, más cuerpo, más humana y más mortal-, el Anaclosil 500 para eliminar la infección causada por mordedura de gato en brazo izquierdo, y el ibuprofeno contra el precio de ser fértil. La química me hace sentir cyberpunk pero no por ello menos corpórea.
Me persigue el recuerdo de mi abuela materna. Murió el 28 de septiembre de 2007 en una cama de hospital por un tumor. Hace poco volví a soñar con ella después de mucho tiempo. Volvía a estar viva pero seguía inconsciente en la cama, como las horas previas a su muerte, cuando ya sabíamos que no iba a volver a despertar, y yo me preguntaba para qué cojones la habíamos traído de vuelta. El miedo que tengo no es morirme, sino saber que me voy a morir. Llegar a la vejez sabiendo que me queda menos tiempo por vivir del que he vivido. Cómo voy a soportarlo.
No me miréis las manos. Apenas me queda piel en los dedos.