Prólogo
Porque lo toca
todo. Como si buscara más de lo que hay. Como si no lo viera, aunque lo mira, y
por supuesto que ve, y toca. Lo toca todo. Los papeles, dobla y desdobla, mesa
las hojas, los deja en su sitio; los libros, los post-its, las revistas y los
folletos. La comida, si está frío o está caliente, y sirve desde la sartén al
plato los filetes, las tortillas y el aceite se le queda entre los dedos sin
importarle. Porque lo toca todo. La cartera, abre y cierra la cremallera y toca
las monedas y desdobla y dobla y enrolla los billetes y cierra. Y toca a la
gente. La abraza. La besa. Y soba el pelo de las novias de sus amigos y las
amigas de sus amantes y los amigos de sus
amigos y las amigas de sus amigas. Toca. Y hace el amor, pero sólo con [amor]
pero sin [protección], no vaya a ser que no baste la emoción para sentir.
Porque lo toca todo. Como si buscara más de lo que hay. Como si no lo viera,
aunque lo mira, y por supuesto que ve,
toca. Lo toca todo. Lo toca porque este nuevo tacto no lo ha sentido
nunca bajo el agua. Desde que está aquí se ha interesado particularmente en la
escultura. Le llama la atención la solidificación del barro, la sensación en
sus manos cuando se seca, los dibujos cartográficos en su piel cuando se
cuartea. Es la peor de su generación en Bellas Artes pero nadie se resiste a
sus cantos de sirena.
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Francesca Woodman |
I
Yo la conocí
cuando la trajo la marea. Apareció enredada entre algas y me supo a pez muerto
cuando traté de practicarle la respiración asistida. Me mordió los labios al
despertar, y relamió los suyos. Escupió sobre la arena mi sangre y se echó a
llorar. Tocaba su rostro enlagrimado y la arena con un gesto de sorpresa absoluta. Tanta como la que a mí me suscitaba verla
desnuda sin ningún tipo de pudor. No porque estuviera desnuda, -algo que me
presentaría como un ser realmente simple- sino por su actitud despreocupada. Lo
único que parecía importarle era hasta dónde sería capaz de introducir su mano
en la arena.
Como si la dominara una fuerza superior se abalanzó sobre
mí en un abrazo. Con su pequeño cuerpo aún entre mis brazos le pregunté su
nombre, pero comprendí que no entendía mi idioma. La ayudé a ponerse en pie,
pero fue incapaz. Le dolían tanto las piernas que al tratar de caminar exhalaba
gritos de una magnitud desconocida, que al mismo tiempo sobrecogían y atraían
como una fantasía que de tan ansiada debía ser irrealizable. Y así, desnuda y
curiosa como si acabara de nacer, entre mis brazos, la hice parte de mi vida.
Poco a poco ella misma se convirtió en mi vida, pues caí profunda e
irracionalmente enamorado, como si estuviera dominado por una fuerza superior.
II
No fue difícil incorporarla en la facultad. Aunque no
entendía el idioma, ni yo conocía nada de su vida anterior, ni siquiera su
edad, sabía que no sería difícil. Había algo en su voz que nos atrapaba a todos
como un péndulo hipnótico, aunque sus melodías fueran siempre tan deprimentes y
el idioma de sus letras incomprensible e impronunciable para nosotros. Nos
dominaba a todos, y eso no me gustaba. Podía tener a quien quisiera y conseguir
de él todo lo que se propusiera con su sola presencia. Pronto los celos se
fueron apoderando de mí y dejé de interesarme por sus peculiaridades. Su
enajenación en torno a la escultura y los sentidos, sobre todo esa extraña
fijación por tocarlo todo. No lo soportaba. Había pasado de ser mía a ser el
foco de atención para todo mi entorno. Yo dejé de existir y ella de hacerlo
sólo para mí. Me fue abandonado de manera escandalosa, pero no así a mi vida.
Se apoderó de mi casa, donde organizaba encuentros con gente que conoció en diversos lugares, en los que
experimentaba con todo tipo de drogas y placeres. Cantaba, reía y gritaba
mientras yo agonizaba de celos en la habitación que otrora sólo fue un estudio
fotográfico, y desperezaba mi amargo insomnio atravesando un salón donde todos,
salvo ella, dormían profundamente extenuados. Ella se acercaba a mí rozando con
sus manos la pared, el tapizado de los sofás, el parquet del suelo con sus
pies, y me acariciaba el pelo y las lágrimas y me miraba, como si realmente
sintiera algo, y yo me dejaba engañar enamorado, porque ella era lo único en lo
que se había convertido mi vida.
III
Convirtió mi
estudio en un museo hortera de luz tenue y obras de sirenas. Una luz azul
envolvía todo y desde la mitad de una de las paredes hacia el suelo se extendía
un póster enorme de Daryl Hanna como la sirena Madison, tumbada a la orilla del
mar, en Splash. Compró un radiocassette a precio de saldo en el rastro y una
cinta de sonidos del mar que reproducía a todas horas. Las fiestas se
trasladaron a esa habitación, pero pronto dejaron de celebrarse porque los
invitados se aburrían. No entendían si aquello era new age o ya sobrepasaba los límites de lo kitsch y la peculiar locura que antes les atraía ya había perdido
la magia hipnótica de las primeras veces. Y así fue como ella empezó a conocer
la soledad, silenciosa, entre aquellas cuatro paredes que emulaban un mar de
fantasía Disney decadente, sin tocar nada.
IV
Las figuritas de
barro que realizó en la facultad, todas ellas amorfas y carentes de cualquier
valor estético, se mantenían ajenas a todo sobre la televisión, la encimera,
las estanterías y los alfeizares de todas las ventanas. Ella se mantenía como
si fuera una más, en su pecera. Pese a todo, me alegraba de que volviera a ser
sólo mía.
V
Extrañé su voz y
su curiosidad infantil. Extrañé su modo de caminar titubeante y su gesto de
dolor infinito. Extrañé su fijación por tocarlo todo. Extrañé su hambre voraz y
salvaje de carne poco hecha y su miedo a
las gaviotas. Verla cada día en su pecera me hizo ver que no era tan
especial. Su tristeza creo que se debía a que ella también se había dado cuenta
de que había perdido una magia que nunca había tenido. Comencé a dibujarla, y, aunque
entre la penumbra de aquella habitación era difícil distinguir los colores, su
inmovilidad me facilitó el trabajo. La dibujé durante horas, cada día. A través
del dibujo fui viendo cómo se iban formando mapas en su piel, y que ésta olía a
óxido, y que cada vez se iba volviendo más y más blanca hasta que el dibujo se
convirtió en un plano lineal sobre el lienzo que indicaba el camino al mar.
VI
Débiles nos
arrastramos por la arena hasta la orilla y creamos castillos, pero ella no tenía
apenas fuerza y le chirriaban las espinas. Estaba tan seca que sólo lloraba
sal. La tomé con suavidad entre mis brazos y nos adentramos en el agua, donde
el abrazo se hizo más fuerte y me sumergió nadando impulsada por su iridiscente
cola hacia la inmortalidad.