Había una vez, hace mucho tiempo, mucho, mucho tiempo, un pequeño, muy pequeño, muy, muy pequeño pueblo al norte de España, donde siempre hacía mucho frío.
Allí nunca pasaba nada y a la vez no había día en que no pasara algo. Como en una telenovela. El sol aparecía poco antes de las ocho con el primer cantar de los pájaros, dejando ver los chuzos de hielo que colgaban de las tejas, formados durante la noche por el frío. Siempre el frío.
El jardín de los abuelos de Isabel siempre estaba blanco por las mañanas. Agua de rocío helada sobre las plantas, la piscina cubierta por una espesa capa de hielo bajo la cual nadaban presas decenas de
garapitos y cucharatones.
A Isabel no le gustaba el frío, pero sí que el hielo encerrara a aquellos insectos, porque así podía observarlos con detenimiento, cómo nadaban hasta la superficie y se chocaban contra el hielo, cómo huían asustados cuando pateaba la escalerilla, lugar donde solían cobijarse. Esos insectos son muy sensibles a las vibraciones.
El colegio también estaba blanco: la hierba del patio estaba cubierta por una fina película blanca que parecía nieve.
Se sentaban en las escaleras del porche, casi todos los niños, muertos de frío. Algunos, para entrar en calor, jugaban al balón. Otros, intentaban en vano entrar al hall, pero el director del colegio, que estaba dentro, en la sala de profesores, tomando un café calentito con sus compañeros, no lo permitiría.
El motor del viejo coche de la anciana profesora Maribel, que, como cada mañana, se asomaría a la ventana del aula, aspiraría el frío y diría:
no sabéis la suerte que tenéis, indicaría el momento en que el colegio se abriera para ellos. Siempre llegaba a la hora exacta, ni un minuto menos, ni un minuto más: las ocho y veinticinco.
No sabéis la suerte que tenéis.
Pero ellos no se sentían afortunados. Más bien encerrados. Encerrados como los garapitos de la piscina de Isabel, bajo una gruesa capa de normas que no lograban comprender.
Sólo había un niño al que parecía no importarle todo aquello. Él era Guillermo, el hijo de la Bernarda, una mujer mayor que vestía siempre con enormes abrigos de piel y las orejas decoradas con bastos pendientes dorados. Muchas mujeres la tenían como un ejemplo a seguir, como una madre modelo, una buena parroquiana. Otra gente, como los abuelos de Isabel, no podía ni oír hablar de ella. Isabel le temía. Le temía muchísimo, a ella y a Guillermo. Estaba convencida de que habían hecho un pacto con el diablo para poder tener tantos caprichos.
No podía comprender por qué ella, viviendo sola con sus abuelos, tuviera que seguir pescando garapitos en su piscina para poder seguir viviendo.
Guillermo se sentaba en la primera fila, con la espalda muy erguida, mirando fijamente a la pizarra. Cualquier pregunta que formulara Maribel él sabría contestarla.
Muy de vez en cuando giraba la cabeza para fijarse en Isabel. Las uñas sucias de Isabel, el pelo oscuro y grasiento de Isabel, las pinturas diminutas, el estuche heredado, la foto de sus padres arrugada sobre el pupitre. Su cara de niña, pese a tener ya doce años. Parecía más niña que el resto, y eso a Guillermo le fascinaba.
Guillermo estaba convencido de que Isabel era una bruja. Pensaba que había soltado un maleficio contra sus padres para que se quedaran encerrados y estáticos en aquella foto y así poder dominarlos.
Su madre siempre le dijo que Dios nos recompensa por las buenas acciones. Obviamente Isabel tuvo que haber sido muy, muy, mala, para que Dios dejara que se alimentara de los insectos del jardín. Su madre también le dijo que es de malas personas pasarse el día asomado a la ventana, vigilando a los demás. Pero Guillermo no le hizo caso, y siempre que podía observaba desde su ventana la piscina de Isabel y a ésta haciendo un pequeño agujero en el hielo con un tenedor para cazar media docena de insectos. A veces tenía suerte y conseguía pillar algún gorrión o algún ratón. O algún gato callejero.
Tenía que tener mucho cuidado con los garapitos, porque aparte de nadadores, son voladores, y si se descuidaba, podían escaparse.
Guillermo se preguntaba por qué si su madre le decía siempre lo que era y lo que no era de buenas personas, ella no le llevaba a Isabel y sus abuelos un buen plato de lentejas con chorizo, de esas que a él tanto le gustaban y su madre tan bien preparaba. Se preguntaba por qué cada domingo en la parroquia el cura hablaba ser buenos feligreses, y él tampoco hacía nada por sacar a Isabel de aquella casa. Se preguntaba por qué Maribel no se llevaba a Isabel lejos de este pueblo. Por qué repetía cada mañana “no sabéis la suerte que tenéis”.
Una mañana, estando en las escaleras del porche, Guillermo decidió acercarse a Isabel, aunque sabía que a su madre no le gustaba. A la Bernarda no le gustaba la gente que no se limpiaba las uñas.
- Hola Isabel.
Isabel tenía miedo. ¿Qué podría querer aquel niño de ella?, ¿también se llevaría su alma?
Se alejó un poco hacia la izquierda sin levantarse, y miró con recelo al hijo de la Bernarda.
- Mis abuelos dicen que tu madre no tiene alma.
Guillermo se quedó un momento callado. No podía ponerse en contra de su madre, pero tampoco quería ser descortés con Isabel.
- ¿Y por qué dicen eso?
- Dicen que nos está chupando hasta la sangre.
En ese momento sonó el coche de Maribel. Hora de entrar en el colegio.
Subieron al aula en fila, arrimados a la pared, y una vez sentados en sus pupitres, Maribel realizó el ritual de cada día.
- Señorita Maribel, ¿por qué dices que tenemos suerte? – Preguntó Isabel. El descaro de la niña provocó un gran silencio en el aula. Apenas se les oía respirar. Maribel había bajado la cabeza con tristeza y la persiana con desgana. Todo se hizo silencio y oscuridad.
- Porque sois niños.
Isabel abrió su estuche y sacó de él un pequeño garapito. Lo encerró entre sus manos y se acercó a la profesora para ofrecérselo. Los ojos de Maribel se tornaron muy tristes, muy, muy, tristes, pero aceptó el regalo de la niña y se metió en la boca al pequeño insecto, como si fuera una píldora, sin masticar. Inmediatamente el rostro de la profesora se iluminó con un brillo especial. Rejuveneció unos años, no muchos, aún seguía siendo mayor, pero menos.
- Gracias.
Guillermo entonces pensó que sí estaba en lo cierto cuando pensaba que Isabel era una bruja.
- ¿Eres una bruja? – Le preguntó el niño a Isabel.
- No, Guillermo, ella no es ninguna bruja. – Respondió la profesora. – El poder no viene de ella, sino de su piscina.
Según les explicó, ella en realidad era mucho más joven de lo que aparentaba. No tenía más de treinta años. Pero cuando ella vivía en el pueblo y tenía apariencia de adolescente, Mateo, el marido de la Bernarda, se enamoró de ella perdidamente. La seguía a todas partes, le enviaba flores y regalos bonitos. Mientras tanto, en su casa encerrada, se encontraba la Bernarda, que no podía soportar el paso del tiempo y la incipiente llegada de la vejez. Envidiaba tanto a Maribel que decidió hechizarla para que dejara de ser joven, de ser bonita. Para ello se asomó a la ventana y soltó un maleficio hacia lo primero que vio desde allí: la piscina de Isabel.
Todas las noches, cuando el frío impedía que nadie saliera a la calle, la Bernarda se asomaba a la ventana y dejaba caer un pequeño cubo sujeto a una larga cuerda para recoger un poco de agua de la piscina. A continuación, rociaba con aquella agua las flores que su marido tenía preparadas para regalar a Maribel a la mañana siguiente en la puerta del colegio.
Con sólo aspirar su perfume, rociada de agua maldita, el conjuro hacía su efecto, acelerando el crecimiento, la vejez, de la joven Maribel.
En un pueblo tan pequeño pronto se supo lo ocurrido, por eso Maribel decidió alejarse de allí, aunque, tal vez porque el ser humano es así de raro y no hay que darle más vueltas, decidió volver años más tarde convertida en la profesora que ahora era, ahora que nadie del pueblo la reconocía.
Lo que no sabía la Bernarda es que con aquella acción había maldecido de por vida a la familia de Isabel, sumiéndola en la más absoluta pobreza. Pero tampoco sabía que los animales que habitaban en aquella piscina se habían convertido con el tiempo en el antídoto de la maldición, propiciadores de la codiciada eterna juventud.
Guillermo no podía creer lo que estaba escuchando. Su madre era una auténtica bruja, y maligna además. Pero no podía permitir que hiciera más daño.
Así que al llegar a casa, sin pensarlo ni un momento, se armó de valor y le dio una buena lección a la mujer que desde siempre le había indicado qué hacer y qué no para ser una buena persona. La sorprendió en la cocina y la empujó por la ventana, dejándola caer sobre el hielo de la piscina de Isabel, que con el golpe se hizo añicos, empapando así a la Bernarda en agua maldita.
Guillermo observó con detenimiento cómo el cuerpo de su madre pataleaba intentando salir del
agua, y envejeciendo a pasos agigantados a la vez, hasta convertirse en un cuerpo pequeño, arrugado, inmóvil.
Isabel salió al patio corriendo al escuchar el estruendo.
El hielo estaba destrozado. Los garapitos podían ser libres.
Observó con rabia, con un llanto agonizante, desgarrador, cómo se iba volando
su juventud y la salvación de Maribel.
Observó a los garapitos volando en bandada. Escuchó el sonido de sus alas moviéndose en busca de la libertad.
Y Guillermo sonrió feliz, brindando por el estado natural de las cosas.
Como debe ser.