Hola, soy Adriana y estoy muerta. Era algo que me temía, la verdad. Por eso siempre traté de hacer cosas, para mantenerme con. Así, con veintiséis años, ya tenía varios libros publicados. Todos mediocres, claro, pero servían como modo de perpetuar. Poesía en prosa o prosa poética, sobre todo. Y una novela a los diecisiete —ahí la pretensión adolescente, qué patética— de la cual avergonzarme toda la vida. Mis amigos no me recordarán porque me dediqué a perderlos. A veces fantaseaba con esto. Con estar muerta, me refiero. Cuando tenía amigos pero dudaba de ellos, pensaba qué podrían decir de mí cuando yo estuviera muerta. Era increíble, fascinante, me decía yo en boca de mis amistades póstumas. Luego pensaba, con falsa modestia, era difícil. Pero ahora, a la hora de la verdad, nadie ha dicho nada. No hay homenajes en las ciudades donde viví. No han cambiado la plaza Zorrilla de Valladolid por la plaza Bañares, ni la del poeta Jean Paul en Bayreuth por Adriana baden. No, qué va. Nada de nada. Quedan unos cinco libros publicados con una proyección ínfima, y algún poemario más flotando en alguna plataforma de Internet.
Un blog estancado, sin comentarios ya, porque muerto el blogger se acabó el feedback, y una fiesta de felicitaciones vacías en mi muro de Facebook. Bromea alguno con la idea de que vaya a morir a los 27, sin saber que también quedé a las puertas de ese club.
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