Todos los días se hacían pesados en aquella determinante prisión que era su propia ciudad. Cada día sus ansias por volar, por huir, se hacían más grandes. Y él más pequeño. Más solo. Más insignificante que los piojos que inundaban sus ásperos y descuidados cabellos.
Cabello de ángel, ojos de miel y boquita de piñón. ¿Dónde está tu alegría? ¿Dónde se ocultó la ilusión y las ganas de vivir? ¿Hacia dónde escapó tu espíritu, tu alegría y tu vitalidad?
¿Dónde estás, cabello de ángel?
Sin saber su nombre ni su edad, camina como un príncipe destronado por las calles cercanas al puerto. Mira a las gaviotas con envidia: ellas pueden huir ¡y con un pescado en la boca, nada menos! Pero no le da mayor importancia. Cada cual tiene la vida que se ha ido forjando a lo largo de la misma, se dice, no hay víctimas. No hay verdugos. Él es su propio verdugo y su propia víctima. Él es dos. Él lo es todo: su mundo, su universo, su cosmos.
Autosuficiente e indiferente se pierde en su propio pensamiento y siente que no existe nadie más que él en esa prisión que es su ciudad.
Yo le conocí una tarde de verano. Recuerdo que hacía muchísimo frío, a pesar de ser pleno julio, y el repentino cambio climatológico me obligó a entrar en uno de esos bazares chinos cuya apertura no se ve amenazada por temporal, festividad o evento trascendental alguno, para comprar un paraguas de emergencia.
- Dos eulos cualenta. – Me dijo una dependienta oriental de grandes ojos.
Fijar la vista en ellos me resultó realmente insoportable. No correspondían a sus rasgos orientales. No eran naturales… eran demoníacos. Abiertos en exceso, dotando a la joven china de una apariencia mongólica. La cirugía estética le había arrebatado su juvenil belleza, sus orígenes y su mirada. Carente de expresión. Habría jurado que ni siquiera sería capaz de llorar. Incluso me pareció que sus propios párpados se habían quedado pequeños para cubrir semejantes ojos. Me dieron ganas de poner mis manos sobre ellos, introducir lentamente mis dedos por los lagrimeros y arrancárselos de cuajo. Asustada por mis sádicos pensamientos, y temiendo perder el control, bajé la mirada hacia el mostrador de cristal. Un mostrador sobre el cual, como si de un espejo se tratara, se plasmaba el ambiente de la tienda. Y allí la vi, sobre aquel mostrador, la imagen de la derrota, la tragedia, la pérdida en todos los sentidos. La angustia, la soledad y la eterna tristeza estaban allí, en el mostrador. Detrás de mí: Esperanza.
Quién es el culpable de lo que ha llegado a ocurrir. ¿Hay culpables? No… ni siquiera existen las víctimas.
Esperanza tenía dos hijas. Esperanza tenía un buen marido – con un buen sueldo –, una bonita casa y una televisión de plasma con DVD integrado, adsl y una mini cadena de alta fidelidad para escuchar los discos del recuerdo. Esperanza tenía dos hijas.
Cuando la pequeña era niña y la mayor sólo tomaba café porque se pasaba las horas estudiando para poder entrar en la universidad, Esperanza sólo se preocupaba por que en su casa no faltaran muñecas y chocolate: todo lo que la pequeña necesitaba para ser feliz. La pequeña era una niña regordeta que jugaba con la señorita noventa sesenta noventa.
Pasado un tiempo, cuando la niña regordeta entró en ese periodo crítico de la vida llamado “pubertad”, comenzó a acomplejarse al ver que no encontraba ropa de su talla en las tiendas a las que iban sus amigas. Sin embargo, siguió comiendo sándwiches de tres pisos de nocilla. También le daba reparo admitir que aún jugaba con muñecas, pero seguía malgastando dinero en ellas. Tenía todo lo que quería. Nunca le faltaba dinero en la cartera. Pero era incapaz de ahorrar. No tenía planes de futuro, ninguna ilusión… nada. Recuerdo que en aquella época, cuando ella y yo éramos amigas, yo me pasaba días, semanas incluso, sin comprarme ningún capricho porque deseaba con todas mis fuerzas comprarme un piano. Era mi ilusión: poder tocar mi propio piano, aprender a improvisar y olvidarme de aquellas interminables clases de solfeo. Quería un piano para mí, no para los demás. Nada de conciertos de fin de curso y canciones académicas sin profundidad. Quería tener un piano con el que fundirme.
Y mientras mi hucha se llenaba de pesetas, la estantería de Palma se llenaba de muñecas.
Llegaron los dieciocho.
Cumplí dieciocho años y me fui con mi piano a otra parte. Palma se quedó en el pueblo, con su madre, su padre – y su, cada vez mejor, sueldo –, su gran televisor, el chocolate y las muñecas.
Cuando regresé, cuatro o cinco años más tarde, Palma había muerto y su hermana acababa de llegar de Londres, donde terminó la carrera en una prestigiosa universidad. Abandonada por su marido y medio calva por la depresión, Esperanza decidió cortar las cabezas de las muñecas de su pobre hija.
- ¿Qué es lo que he hecho mal? – Me preguntó Esperanza.
Yo le contesté con un insulso “nada” mientras miraba aterrada la estantería de Palma, repleta ahora de Barbies decapitadas.
Palma había muerto de sobredosis. ¿Cocaína? ¿heroína? ¿anfetaminas? La verdad, me daba completamente igual. No había culpables. Tampoco víctimas. Cada cual forja su camino. Cada cual tiene la vida que se ha buscado, sin más. No hay víctimas.
Mentiría si dijera que no eché de menos a Palma, pero no me siento mal por su muerte. Palma era una suicida nata: desde pequeña no tenía conciencia de futuro. Ella siempre quiso vivir el presente, y si se drogaba era porque en el fondo deseaba suicidarse. Me alegré por ella. Por fin había hecho algo con ilusión.
Esperanza seguía detrás de mí, con unas medias transparentes de cero sesenta y un bote de lejía. Sé que me vio, porque noté como se erizaba el vello de mi nuca, pero no me dijo nada. Así que pagué a la china, evitando mirar directamente a sus ojos, y me dirigí a la puerta de salida, donde un papá Noel roñoso me dijo “bye, bye”.
- Adiós, Esperanza. – Y salí a la calle sin mirar atrás, para que el viento y la
lluvia arrastraran mis palabras sin complicaciones. Para que se llevaran mis palabras, a Esperanza y a todo lo que antes fui.
Una vez en la calle, abrí el paraguas y la cartera. Setenta y cinco euros en billetes y una cantidad bárbara en monedas que no me apetecía contar. Vacíe el monedero, depositando todas las monedas en mis manos primero y en una caja de cartón después. El dueño de aquella triste cajita, un jovencísimo hijo de la calle, estaba dormido. Parecía un angelito, a pesar de su mísero aspecto, arropado únicamente por el agua de lluvia que correteaba cristalina sobre su pardusca piel. Quise caminar hacia delante sin detenerme, dejar las monedas y escapar, pero siempre he sido una torpe integral… De pronto un fuerte airón dio la vuelta a mi paraguas y, en un arrebato por querer arreglarlo, tuve tan mala suerte de golpear al pobre ángel.
- Lo siento, lo siento… Oh, ¿estás bien?
Pero él no dijo nada. Miró la caja y abrió los ojos como platos, se arrodilló
ante ella y riendo cogió un puñado de monedas para contarlas ávidamente.
- Gracias.- Me dijo mirándome fijamente a los ojos.- Gracias.
En total, aquel puñado de chatarra no sumaría más de doce euros, pero en
Ese momento me pareció la mayor fortuna que una persona pudiera llegar a obtener.
Mi cartera tenía setenta y cinco euros. Setenta y cinco tristes euros. Era lo último que había ganado. Setenta y cinco míseros euros… ¿Eso costaba mi dignidad?
Comencé mi carrera de prostitución a los dieciocho, cuando un indeciso joven me propuso en un Chat de Internet acostarme con él por ochenta euros. Lo primero que hice fue escribir “no soy una puta” y cerrar la ventana. Durante todo aquel día estuve dándole vueltas al asunto: ¿tan horrible era aceptar dinero a cambio de prestar tu cuerpo durante una hora? Él quería sexo, y yo siempre estoy falta de dinero… ¿Pero realmente saldríamos ganando los dos?
Al día siguiente volví a entrar en aquel mismo Chat y faltó tiempo para que él me abriera otro privado. Esta vez puso una foto suya: era un joven ni feo ni guapo, ni gordo ni flaco, ni fu ni fa. Un joven más, como todos los demás. ¿Por qué necesitaba entonces pagar por un rato de sexo? “Porque no quiero hacer daño a las chicas”. Me dio pena. Para él herir a una mujer era quererla únicamente para echar un polvo, pero proponérselo con un fajo de billetes por delante no era herir a nadie. Ni siquiera resultaba humillante, ¿no? El problema, una vez más, es que hay una gran mayoría de hombres que cree que la única manera posible de llevarse a una mujer a la cama es proponiéndole amor eterno… Incapaces de ser sinceros; cobardes y miserables, llenos de prejuicios. Una mujer que se acuesta con muchos tíos sin llegar a nada serio, es una golfa. Pero si además acepta dinero, es una puta. Los hombres no quieren nada serio con las “golfas”, pero si quieren sexo no se lo pueden proponer a una “decente”. Y por no herir el orgullo de las “decentes” y al no ver a las “golfas” demasiado “buenas” para ellos, prefieren gastarse dinero. Así que puesta a ser una puta, mejor ser una puta de las buenas. No podía aceptar sólo ochenta euros. Si me iba a acostar por dinero mejor hacerlo por un buen precio: doscientos euros y la habitación de hotel correría también a cuenta suya.
Pero ahora, unos años después, mi caché había bajado considerablemente. ¿Sólo setenta y cinco euros en la cartera?
- Hace frío. Deberías ponerte algo. – Mis palabras sonaron ingenuas, pero deseaba con todas mis fuerzas gastar aquel sucio dinero. Deseaba gastármelo en él, pero, principalmente, quería evaporar aquel dinero creyendo que con él también se evaporaría mi pasado, mis errores y mi humillante fracaso.
A partir de ese momento Cabello de Ángel y yo pasamos largas tardes juntos. Agoté todos mis ahorros en él: comíamos juntos, le compraba ropa y le di cobijo en mi casa. Yo buscaba mi redención en su felicidad, y él no ponía ninguna queja. Ni siquiera sé si llegó a tenerme un mínimo de cariño o sólo se aprovechaba de mi caridad. Y ni siquiera llegué a averiguar si mi interés por él era de caridad o simplemente eso: interés. ¿Lo hacía por él o por mí?
- Yo antes no fumaba. – Estaba tumbada sobre la cama, con una falda de lycra, barata y asimétrica, y sin ropa interior. La boquilla del pitillo estaba húmeda por mi propia saliva y el insano humo inundaba todos los recovecos de mi pequeña habitación. Él, frente a mí, intuyendo lo que había bajo mi pequeña falda, parecía saberlo todo. Pero no dejaba de hacer preguntas.
- ¿Antes de qué?
- Antes de venir aquí. Es esta ciudad… O soy yo, no lo sé. – Estaba mareada. Mi cuerpo era débil, nunca había aguantado dos copas de vino sin emborracharme, y el tabaco me embriagaba por completo. Me mareaba, me adormecía, y abría cada poro de mi piel con gotitas de sudor. Me dejaba exhausta, pero también enormemente reconfortada y ligera, casi etérea. Sin embargo me sentía totalmente consciente de mi cuerpo. Fumar era para mi cuerpo como un perfecto orgasmo. Sin duda, el tabaco se convirtió en el mejor sustitutivo del sexo. - Antes de que Palma cambiara la nocilla por el chocolate. – Salió de mis labios como un susurro. Miré por un instante el cigarrillo, sonreí y lo apagué con fruición sobre aquel improvisado cenicero que era mi vacía cajita de maquillaje. El reencuentro con Esperanza había ocurrido unas semanas antes, pero no podía dejar de pensar en ella. – Antes de que yo cambiara el sexo por dinero.
Cabello de Ángel se acercó a mí y, sin esperarlo, me besó. Le miré extrañada. Ni siquiera sabía su nombre, ni su edad. No sabía nada de él… y, por primera vez en mucho tiempo, eso se convirtió en un impedimento para acostarme con alguien. ¿Desde cuándo yo era una “decente”? ¿Por qué con él no podía comportarme como una simple “golfa”?
No me dio tiempo a resistirme. No pude. Y sin saber nada de él, me sentí bien. Ni decente, ni golfa, ni puta. Por primera vez en mucho tiempo fui simplemente yo. Y me gustó.
A partir de ese día empecé a odiarlo, o a amarlo, según se mire. Las paredes de mi apartamento comenzaron a juntarse, el techo a descender, los armarios a empequeñecer... Todo a mi alrededor se iba haciendo cada vez más asfixiante, pero él parecía no darse cuenta. Él estaba a gusto – incluso a veces decía que me quería – con su ropa y su recién estrenado aspecto saludable. Cada vez que me lo cruzaba en el pasillo deseaba matarle, asirle del cuello e introducir mi dedo pulgar en su garganta. Quería ver su sangre corretear por mi mano descendiendo hacia mi muñeca. Cada vez que le veía, sentado en el sofá como un completo inútil mis ansias por abalanzarme sobre él y arrancarle la lengua a mordiscos me volvían loca. Le odié, le odié por hacerme sentir así, por despertar en mí aquellos sentimientos tan violentos y demoníacos. Me había quitado mi cualidad más preciada: el autocontrol. Sabía que en cualquier momento terminaría perdiéndolo para siempre, que la próxima vez ya no sería capaz de encerrarme en la habitación a llorar y a fumar. Intuía que la próxima vez mi ansiedad acabaría matándonos. Yo a él y a mí su muerte.
Por las noches, mientras él dormía, le observaba con detenimiento. Podía quedarme horas y horas mirándole: sus párpados, levemente arrugados, como si quisiera abrirlos y no pudiera. Me infundía tanta tristeza que le acariciaba las manos, unas manos frías y en continua tensión, como si estuvieran en pleno intento desesperado de aferrarse a algo, pero no podía moverlas. Yo seguía mirándole, entristecida por su impotencia, pero terriblemente tranquila: ya no sentía impulsos violentos hacia él. Y me acercaba a su rostro, cerraba los ojos y escuchaba con atención su respiración, silenciosa pero entrecortada, porque le costaba respirar. Estaba aterrado. Una pesadilla, pensé.
- Anoche volvió a visitarme Lilith – Me dijo una mañana. Yo me quedé con
la tostada en el precipicio hacia mi garganta, tragué con esfuerzo, tosí y,
sin preguntar nada, le miré a los ojos en un intento por que él me diera una explicación. Viendo mi expresión de celosa posesiva él sonrío y siguió. – Una noche más, no he logrado despertar. Primero intento moverme, pero es imposible, luego intento gritar, pero es absurdo: lo único que logro es quedarme sin respiración. Me asfixio... es horrible, pero bueno, sólo son sueños ¿no? – volvió a sonreír – Pero me extraña que, cuando vivía en la calle, no me ocurría nunca. Sólo desde que estoy aquí, ¿sabes? Será que mi cuerpo no está hecho para tantas comodidades.
- ¿Pero por qué dices lo de “Lilith”?
- Nada, tonterías. Es que una vez escuché el mito de Lilith, ya sabes, el espíritu malvado, nocturno y femenino causante, entre otras cosas, del intentar despertar y ser retenido o paralizado por una fuerza no visible. Lo dicho, tonterías.
Lo único que deseé a partir de entonces fue la llegada de la noche. De cada noche. Le hacía el amor con la máxima pasión, con el único fin de arrebatarle toda su energía, dejarlo exhausto y verle dormir. Y, cuando al fin lo lograba, le miraba un instante antes de cogerle la mano y desear egoístamente que no despertara jamás. De tenerlo así, para mí, para siempre.
Pero se fue; harto de las visitas de Lilith, se fue.
Y si unas “visitas” provocaron su marcha, su marcha me incitó a visitar a Palma; a un cementerio al que, como la última vez, el gris de las viejas lápidas y el blanco de los últimos nichos dotaban de una frialdad sin igual. Y esa frialdad me helaba a mí. Pero Palma no estaba sola: junto a su lápida, hierática y perdida, estaba Esperanza.
- ¡Lilith! – Esta vez, no sé por qué, no se comportó de forma indiferente. Me sorprendió y no tuve más remedio que acercarme más a la tumba y saludarla. – Lilith, ¿por qué has tenido que terminar así?
- Así, ¿Cómo?
- ¡Maldita sea, Lilith! Te lo di todo: tuviste una buena familia, nunca te faltó de nada e incluso pudiste permitirte ir a estudiar a Londres... ¿cómo has terminado así?
No me estaba gustando aquello. Todo lo bueno de la infancia fue para Palma, no para mí. Me importa una mierda que a mí me hubiera dado una adolescencia londinense y “piano-musical”. Fue Palma, mi querida Palma, quien tuvo lo más bonito: una infancia perfecta y un trágico final. Porque las cosas, cuando ya se prevé que acabarán mal, es mejor que terminen pronto. Pero yo estaba en Londres, sola, cuando papá se fue. Y ya no me quedó más remedio que venderme. Venderme y perderme, perder a Palma, perder la esperanza. Pero mamá parece que no sufrió por haber perdido a su familia, sino por haber perdido al maldito e inmenso sueldo de papá.
- Lilith, tú la mataste... Le arrebataste lo más importante que una persona puede poseer: sus sueños. Eres una maldita.
- Te equivocas, ¡sus sueños hubieran acabado con ella! ¡Yo la salvé! Ella tenía el don de la espontaneidad, algo que a mí siempre me faltó, y mírame ahora: ¿hubieras deseado que Palma hubiera terminado como yo? ¡A la mierda con los sueños, eso es para ignorantes! Para aquellos que temiendo el presente se ven obligados a “plantearse” un futuro. Pero el futuro siempre es incierto y hacer planes sólo da lugar a la frustración.
Esperanza lloró un instante, dejó sus flores sobre la fría lápida y se fue murmurando “maldita, eres una maldita”.
Y yo, mirando la lápida de mi hermana, sintiendo cómo unas pequeñas y saladas lágrimas helaban mis mejillas, maldije a aquel muchacho a quien también intenté salvar... Aunque tú, Cabello de Ángel, decidiste soñar. Y ahora, ¿dónde estás, pequeño y miserable soñador? ¿Dónde están tu espontaneidad y tus ganas de vivir? ¿Sigues siendo feliz, caminando sucio y desnudo por el puerto, imaginando que alguna vez tu vida cambiará? No hay planes útiles. No sueñes más: Lo que tienes es lo que has decidido.
Cabello de ángel, ojos de miel y boquita de piñón. ¿Dónde está tu alegría? ¿Dónde se ocultó la ilusión y las ganas de vivir? ¿Hacia dónde escapó tu espíritu, tu alegría y tu vitalidad?
¿Dónde estás, cabello de ángel?
Sin saber su nombre ni su edad, camina como un príncipe destronado por las calles cercanas al puerto. Mira a las gaviotas con envidia: ellas pueden huir ¡y con un pescado en la boca, nada menos! Pero no le da mayor importancia. Cada cual tiene la vida que se ha ido forjando a lo largo de la misma, se dice, no hay víctimas. No hay verdugos. Él es su propio verdugo y su propia víctima. Él es dos. Él lo es todo: su mundo, su universo, su cosmos.
Autosuficiente e indiferente se pierde en su propio pensamiento y siente que no existe nadie más que él en esa prisión que es su ciudad.
Yo le conocí una tarde de verano. Recuerdo que hacía muchísimo frío, a pesar de ser pleno julio, y el repentino cambio climatológico me obligó a entrar en uno de esos bazares chinos cuya apertura no se ve amenazada por temporal, festividad o evento trascendental alguno, para comprar un paraguas de emergencia.
- Dos eulos cualenta. – Me dijo una dependienta oriental de grandes ojos.
Fijar la vista en ellos me resultó realmente insoportable. No correspondían a sus rasgos orientales. No eran naturales… eran demoníacos. Abiertos en exceso, dotando a la joven china de una apariencia mongólica. La cirugía estética le había arrebatado su juvenil belleza, sus orígenes y su mirada. Carente de expresión. Habría jurado que ni siquiera sería capaz de llorar. Incluso me pareció que sus propios párpados se habían quedado pequeños para cubrir semejantes ojos. Me dieron ganas de poner mis manos sobre ellos, introducir lentamente mis dedos por los lagrimeros y arrancárselos de cuajo. Asustada por mis sádicos pensamientos, y temiendo perder el control, bajé la mirada hacia el mostrador de cristal. Un mostrador sobre el cual, como si de un espejo se tratara, se plasmaba el ambiente de la tienda. Y allí la vi, sobre aquel mostrador, la imagen de la derrota, la tragedia, la pérdida en todos los sentidos. La angustia, la soledad y la eterna tristeza estaban allí, en el mostrador. Detrás de mí: Esperanza.
Quién es el culpable de lo que ha llegado a ocurrir. ¿Hay culpables? No… ni siquiera existen las víctimas.
Esperanza tenía dos hijas. Esperanza tenía un buen marido – con un buen sueldo –, una bonita casa y una televisión de plasma con DVD integrado, adsl y una mini cadena de alta fidelidad para escuchar los discos del recuerdo. Esperanza tenía dos hijas.
Cuando la pequeña era niña y la mayor sólo tomaba café porque se pasaba las horas estudiando para poder entrar en la universidad, Esperanza sólo se preocupaba por que en su casa no faltaran muñecas y chocolate: todo lo que la pequeña necesitaba para ser feliz. La pequeña era una niña regordeta que jugaba con la señorita noventa sesenta noventa.
Pasado un tiempo, cuando la niña regordeta entró en ese periodo crítico de la vida llamado “pubertad”, comenzó a acomplejarse al ver que no encontraba ropa de su talla en las tiendas a las que iban sus amigas. Sin embargo, siguió comiendo sándwiches de tres pisos de nocilla. También le daba reparo admitir que aún jugaba con muñecas, pero seguía malgastando dinero en ellas. Tenía todo lo que quería. Nunca le faltaba dinero en la cartera. Pero era incapaz de ahorrar. No tenía planes de futuro, ninguna ilusión… nada. Recuerdo que en aquella época, cuando ella y yo éramos amigas, yo me pasaba días, semanas incluso, sin comprarme ningún capricho porque deseaba con todas mis fuerzas comprarme un piano. Era mi ilusión: poder tocar mi propio piano, aprender a improvisar y olvidarme de aquellas interminables clases de solfeo. Quería un piano para mí, no para los demás. Nada de conciertos de fin de curso y canciones académicas sin profundidad. Quería tener un piano con el que fundirme.
Y mientras mi hucha se llenaba de pesetas, la estantería de Palma se llenaba de muñecas.
Llegaron los dieciocho.
Cumplí dieciocho años y me fui con mi piano a otra parte. Palma se quedó en el pueblo, con su madre, su padre – y su, cada vez mejor, sueldo –, su gran televisor, el chocolate y las muñecas.
Cuando regresé, cuatro o cinco años más tarde, Palma había muerto y su hermana acababa de llegar de Londres, donde terminó la carrera en una prestigiosa universidad. Abandonada por su marido y medio calva por la depresión, Esperanza decidió cortar las cabezas de las muñecas de su pobre hija.
- ¿Qué es lo que he hecho mal? – Me preguntó Esperanza.
Yo le contesté con un insulso “nada” mientras miraba aterrada la estantería de Palma, repleta ahora de Barbies decapitadas.
Palma había muerto de sobredosis. ¿Cocaína? ¿heroína? ¿anfetaminas? La verdad, me daba completamente igual. No había culpables. Tampoco víctimas. Cada cual forja su camino. Cada cual tiene la vida que se ha buscado, sin más. No hay víctimas.
Mentiría si dijera que no eché de menos a Palma, pero no me siento mal por su muerte. Palma era una suicida nata: desde pequeña no tenía conciencia de futuro. Ella siempre quiso vivir el presente, y si se drogaba era porque en el fondo deseaba suicidarse. Me alegré por ella. Por fin había hecho algo con ilusión.
Esperanza seguía detrás de mí, con unas medias transparentes de cero sesenta y un bote de lejía. Sé que me vio, porque noté como se erizaba el vello de mi nuca, pero no me dijo nada. Así que pagué a la china, evitando mirar directamente a sus ojos, y me dirigí a la puerta de salida, donde un papá Noel roñoso me dijo “bye, bye”.
- Adiós, Esperanza. – Y salí a la calle sin mirar atrás, para que el viento y la
lluvia arrastraran mis palabras sin complicaciones. Para que se llevaran mis palabras, a Esperanza y a todo lo que antes fui.
Una vez en la calle, abrí el paraguas y la cartera. Setenta y cinco euros en billetes y una cantidad bárbara en monedas que no me apetecía contar. Vacíe el monedero, depositando todas las monedas en mis manos primero y en una caja de cartón después. El dueño de aquella triste cajita, un jovencísimo hijo de la calle, estaba dormido. Parecía un angelito, a pesar de su mísero aspecto, arropado únicamente por el agua de lluvia que correteaba cristalina sobre su pardusca piel. Quise caminar hacia delante sin detenerme, dejar las monedas y escapar, pero siempre he sido una torpe integral… De pronto un fuerte airón dio la vuelta a mi paraguas y, en un arrebato por querer arreglarlo, tuve tan mala suerte de golpear al pobre ángel.
- Lo siento, lo siento… Oh, ¿estás bien?
Pero él no dijo nada. Miró la caja y abrió los ojos como platos, se arrodilló
ante ella y riendo cogió un puñado de monedas para contarlas ávidamente.
- Gracias.- Me dijo mirándome fijamente a los ojos.- Gracias.
En total, aquel puñado de chatarra no sumaría más de doce euros, pero en
Ese momento me pareció la mayor fortuna que una persona pudiera llegar a obtener.
Mi cartera tenía setenta y cinco euros. Setenta y cinco tristes euros. Era lo último que había ganado. Setenta y cinco míseros euros… ¿Eso costaba mi dignidad?
Comencé mi carrera de prostitución a los dieciocho, cuando un indeciso joven me propuso en un Chat de Internet acostarme con él por ochenta euros. Lo primero que hice fue escribir “no soy una puta” y cerrar la ventana. Durante todo aquel día estuve dándole vueltas al asunto: ¿tan horrible era aceptar dinero a cambio de prestar tu cuerpo durante una hora? Él quería sexo, y yo siempre estoy falta de dinero… ¿Pero realmente saldríamos ganando los dos?
Al día siguiente volví a entrar en aquel mismo Chat y faltó tiempo para que él me abriera otro privado. Esta vez puso una foto suya: era un joven ni feo ni guapo, ni gordo ni flaco, ni fu ni fa. Un joven más, como todos los demás. ¿Por qué necesitaba entonces pagar por un rato de sexo? “Porque no quiero hacer daño a las chicas”. Me dio pena. Para él herir a una mujer era quererla únicamente para echar un polvo, pero proponérselo con un fajo de billetes por delante no era herir a nadie. Ni siquiera resultaba humillante, ¿no? El problema, una vez más, es que hay una gran mayoría de hombres que cree que la única manera posible de llevarse a una mujer a la cama es proponiéndole amor eterno… Incapaces de ser sinceros; cobardes y miserables, llenos de prejuicios. Una mujer que se acuesta con muchos tíos sin llegar a nada serio, es una golfa. Pero si además acepta dinero, es una puta. Los hombres no quieren nada serio con las “golfas”, pero si quieren sexo no se lo pueden proponer a una “decente”. Y por no herir el orgullo de las “decentes” y al no ver a las “golfas” demasiado “buenas” para ellos, prefieren gastarse dinero. Así que puesta a ser una puta, mejor ser una puta de las buenas. No podía aceptar sólo ochenta euros. Si me iba a acostar por dinero mejor hacerlo por un buen precio: doscientos euros y la habitación de hotel correría también a cuenta suya.
Pero ahora, unos años después, mi caché había bajado considerablemente. ¿Sólo setenta y cinco euros en la cartera?
- Hace frío. Deberías ponerte algo. – Mis palabras sonaron ingenuas, pero deseaba con todas mis fuerzas gastar aquel sucio dinero. Deseaba gastármelo en él, pero, principalmente, quería evaporar aquel dinero creyendo que con él también se evaporaría mi pasado, mis errores y mi humillante fracaso.
A partir de ese momento Cabello de Ángel y yo pasamos largas tardes juntos. Agoté todos mis ahorros en él: comíamos juntos, le compraba ropa y le di cobijo en mi casa. Yo buscaba mi redención en su felicidad, y él no ponía ninguna queja. Ni siquiera sé si llegó a tenerme un mínimo de cariño o sólo se aprovechaba de mi caridad. Y ni siquiera llegué a averiguar si mi interés por él era de caridad o simplemente eso: interés. ¿Lo hacía por él o por mí?
- Yo antes no fumaba. – Estaba tumbada sobre la cama, con una falda de lycra, barata y asimétrica, y sin ropa interior. La boquilla del pitillo estaba húmeda por mi propia saliva y el insano humo inundaba todos los recovecos de mi pequeña habitación. Él, frente a mí, intuyendo lo que había bajo mi pequeña falda, parecía saberlo todo. Pero no dejaba de hacer preguntas.
- ¿Antes de qué?
- Antes de venir aquí. Es esta ciudad… O soy yo, no lo sé. – Estaba mareada. Mi cuerpo era débil, nunca había aguantado dos copas de vino sin emborracharme, y el tabaco me embriagaba por completo. Me mareaba, me adormecía, y abría cada poro de mi piel con gotitas de sudor. Me dejaba exhausta, pero también enormemente reconfortada y ligera, casi etérea. Sin embargo me sentía totalmente consciente de mi cuerpo. Fumar era para mi cuerpo como un perfecto orgasmo. Sin duda, el tabaco se convirtió en el mejor sustitutivo del sexo. - Antes de que Palma cambiara la nocilla por el chocolate. – Salió de mis labios como un susurro. Miré por un instante el cigarrillo, sonreí y lo apagué con fruición sobre aquel improvisado cenicero que era mi vacía cajita de maquillaje. El reencuentro con Esperanza había ocurrido unas semanas antes, pero no podía dejar de pensar en ella. – Antes de que yo cambiara el sexo por dinero.
Cabello de Ángel se acercó a mí y, sin esperarlo, me besó. Le miré extrañada. Ni siquiera sabía su nombre, ni su edad. No sabía nada de él… y, por primera vez en mucho tiempo, eso se convirtió en un impedimento para acostarme con alguien. ¿Desde cuándo yo era una “decente”? ¿Por qué con él no podía comportarme como una simple “golfa”?
No me dio tiempo a resistirme. No pude. Y sin saber nada de él, me sentí bien. Ni decente, ni golfa, ni puta. Por primera vez en mucho tiempo fui simplemente yo. Y me gustó.
A partir de ese día empecé a odiarlo, o a amarlo, según se mire. Las paredes de mi apartamento comenzaron a juntarse, el techo a descender, los armarios a empequeñecer... Todo a mi alrededor se iba haciendo cada vez más asfixiante, pero él parecía no darse cuenta. Él estaba a gusto – incluso a veces decía que me quería – con su ropa y su recién estrenado aspecto saludable. Cada vez que me lo cruzaba en el pasillo deseaba matarle, asirle del cuello e introducir mi dedo pulgar en su garganta. Quería ver su sangre corretear por mi mano descendiendo hacia mi muñeca. Cada vez que le veía, sentado en el sofá como un completo inútil mis ansias por abalanzarme sobre él y arrancarle la lengua a mordiscos me volvían loca. Le odié, le odié por hacerme sentir así, por despertar en mí aquellos sentimientos tan violentos y demoníacos. Me había quitado mi cualidad más preciada: el autocontrol. Sabía que en cualquier momento terminaría perdiéndolo para siempre, que la próxima vez ya no sería capaz de encerrarme en la habitación a llorar y a fumar. Intuía que la próxima vez mi ansiedad acabaría matándonos. Yo a él y a mí su muerte.
Por las noches, mientras él dormía, le observaba con detenimiento. Podía quedarme horas y horas mirándole: sus párpados, levemente arrugados, como si quisiera abrirlos y no pudiera. Me infundía tanta tristeza que le acariciaba las manos, unas manos frías y en continua tensión, como si estuvieran en pleno intento desesperado de aferrarse a algo, pero no podía moverlas. Yo seguía mirándole, entristecida por su impotencia, pero terriblemente tranquila: ya no sentía impulsos violentos hacia él. Y me acercaba a su rostro, cerraba los ojos y escuchaba con atención su respiración, silenciosa pero entrecortada, porque le costaba respirar. Estaba aterrado. Una pesadilla, pensé.
- Anoche volvió a visitarme Lilith – Me dijo una mañana. Yo me quedé con
la tostada en el precipicio hacia mi garganta, tragué con esfuerzo, tosí y,
sin preguntar nada, le miré a los ojos en un intento por que él me diera una explicación. Viendo mi expresión de celosa posesiva él sonrío y siguió. – Una noche más, no he logrado despertar. Primero intento moverme, pero es imposible, luego intento gritar, pero es absurdo: lo único que logro es quedarme sin respiración. Me asfixio... es horrible, pero bueno, sólo son sueños ¿no? – volvió a sonreír – Pero me extraña que, cuando vivía en la calle, no me ocurría nunca. Sólo desde que estoy aquí, ¿sabes? Será que mi cuerpo no está hecho para tantas comodidades.
- ¿Pero por qué dices lo de “Lilith”?
- Nada, tonterías. Es que una vez escuché el mito de Lilith, ya sabes, el espíritu malvado, nocturno y femenino causante, entre otras cosas, del intentar despertar y ser retenido o paralizado por una fuerza no visible. Lo dicho, tonterías.
Lo único que deseé a partir de entonces fue la llegada de la noche. De cada noche. Le hacía el amor con la máxima pasión, con el único fin de arrebatarle toda su energía, dejarlo exhausto y verle dormir. Y, cuando al fin lo lograba, le miraba un instante antes de cogerle la mano y desear egoístamente que no despertara jamás. De tenerlo así, para mí, para siempre.
Pero se fue; harto de las visitas de Lilith, se fue.
Y si unas “visitas” provocaron su marcha, su marcha me incitó a visitar a Palma; a un cementerio al que, como la última vez, el gris de las viejas lápidas y el blanco de los últimos nichos dotaban de una frialdad sin igual. Y esa frialdad me helaba a mí. Pero Palma no estaba sola: junto a su lápida, hierática y perdida, estaba Esperanza.
- ¡Lilith! – Esta vez, no sé por qué, no se comportó de forma indiferente. Me sorprendió y no tuve más remedio que acercarme más a la tumba y saludarla. – Lilith, ¿por qué has tenido que terminar así?
- Así, ¿Cómo?
- ¡Maldita sea, Lilith! Te lo di todo: tuviste una buena familia, nunca te faltó de nada e incluso pudiste permitirte ir a estudiar a Londres... ¿cómo has terminado así?
No me estaba gustando aquello. Todo lo bueno de la infancia fue para Palma, no para mí. Me importa una mierda que a mí me hubiera dado una adolescencia londinense y “piano-musical”. Fue Palma, mi querida Palma, quien tuvo lo más bonito: una infancia perfecta y un trágico final. Porque las cosas, cuando ya se prevé que acabarán mal, es mejor que terminen pronto. Pero yo estaba en Londres, sola, cuando papá se fue. Y ya no me quedó más remedio que venderme. Venderme y perderme, perder a Palma, perder la esperanza. Pero mamá parece que no sufrió por haber perdido a su familia, sino por haber perdido al maldito e inmenso sueldo de papá.
- Lilith, tú la mataste... Le arrebataste lo más importante que una persona puede poseer: sus sueños. Eres una maldita.
- Te equivocas, ¡sus sueños hubieran acabado con ella! ¡Yo la salvé! Ella tenía el don de la espontaneidad, algo que a mí siempre me faltó, y mírame ahora: ¿hubieras deseado que Palma hubiera terminado como yo? ¡A la mierda con los sueños, eso es para ignorantes! Para aquellos que temiendo el presente se ven obligados a “plantearse” un futuro. Pero el futuro siempre es incierto y hacer planes sólo da lugar a la frustración.
Esperanza lloró un instante, dejó sus flores sobre la fría lápida y se fue murmurando “maldita, eres una maldita”.
Y yo, mirando la lápida de mi hermana, sintiendo cómo unas pequeñas y saladas lágrimas helaban mis mejillas, maldije a aquel muchacho a quien también intenté salvar... Aunque tú, Cabello de Ángel, decidiste soñar. Y ahora, ¿dónde estás, pequeño y miserable soñador? ¿Dónde están tu espontaneidad y tus ganas de vivir? ¿Sigues siendo feliz, caminando sucio y desnudo por el puerto, imaginando que alguna vez tu vida cambiará? No hay planes útiles. No sueñes más: Lo que tienes es lo que has decidido.
Wenas, me alegro de haber llegado a este blog gracias a tu comentario del fib, veo q t gusta escribir, a mi tb me gustaba bastante, si tienes curiosidad o t aburres pasate por mi blog y lee algo si quieres, yo ire leyendo lo que vayas poniendo por aquí, y eso, nada, chao y saludos, metete si quieres y todo ese rollo, xD, que te vaya bien.
ResponderEliminarAl final del cuento me ha quedado una sensación extraña. No sé cuál es exactamente la moraleja de la historia, sin embargo sé que existe y sé que la comparto. En cualquier caso, algo de esta historia se ha agarrado a mi cerebro.
ResponderEliminarEl otro día te dije que habías mejorado con el tiempo, pero después de leer "Cabello de ángel" tengo que rectificar: Ya eras buena al principio.
Ah, y no te preocupes por los resultados en nobelprizeblog. Me parece que no es más que un camelo montado por un jeta. No me ofrece ninguna confianza y me parece que está claramente sesgado. ¿A qué si no la propaganda de la mexicana, ocupando toda la página?
El tuyo es mucho mejor, te lo aseguro.
Hoy, a través de mi blog "light" de Hotmail, me he fijado en la cantidad de entradas con las que cuenta tu blog. Y me he fijado en que, aún estando entre los que sigo, y aún habiendo leído tus dos libros (de los que prometí hacer un comentario), no he recalado en tus trabajos.
ResponderEliminarY lo cierto es que siento cierta debilidad por ti. En algunos puntos veo en ti un eco de lo que fui y de lo que no. Y eso me gusta, y a la vez me disgusta.
He decidido empezar a leerte desde el comienzo. Aunque no sé a qué ritmo.
Por lo que respecta a este primer relato... ¡La verdad es que causa tanta atracción como desasosiego! Me ha metido de nuevo, y de golpe, en ese universo tan singular que se despliega, casi sin ambages,en "La soledad del café" y "El movimiento de la lagartija".
A veces me pregunto cómo me hubiera ido si en mis "mis noches oscuras" hubiera expulsado mis sombras a través de las letras, en vez de encerrarlas en silencio que gritaba... Aunque, por supuesto, estas son especulaciones tan inútiles como tontas.
Tengo otros recuerdos de nuestras breves y escasas conversaciones a través del chat. Pero supongo que no vienen al caso.
En fin, te dejo por ahora. No olvido que tengo pendiente sendas entradas a los libros mencionados. Estaba en ello cuando decidí rescatar para la red unos textos de un escritor canario, y no pensé que me iba a llevar tanto. Será cuestión de hacer un hueco, si mis entregas se demoran. Valdrá la pena.
Un abrazo.