El viento entraba por las rendijas de la persiana y el frío invadió el cuerpo de Misi, que seguía tirada en el suelo de su habitación, tal y como la había dejado Fran. No quería llorar, ni tampoco gritar. No quería nada. La verdad es que ya había perdido toda esperanza. Creía que nunca podría salir de aquella prisión y pensó que si se moría en ese preciso instante no le importaría lo más mínimo. Ya todo daba igual...
Se levantó muy despacio y, lentamente, se dirigió al espejo de la pared: Sus ojos estaban enrojecidos por no dormir y contrastaban con el morado de sus ojeras. La nariz, hinchada para no variar y con restos de sangre que no merecía la pena limpiar, y el labio inferior abierto en un lateral. Su imagen era pésima, y su pelo, alborotado y sucio daba una sensación de asco y malestar visual. Cómo he terminado así, pensó mientras se dirigía al armario, el cual le mostró una colección de prendas que tan pocas veces se ponía. Rebuscó entre la ropa hasta encontrar el vestido negro que llevaba la noche que conoció a Fran. Una vez encontrado, se dirigió con él hacia la cocina y con las tijeras de la pesca comenzó a rasgarlo con rabia, con tanta violencia que terminó hiriéndose ella misma las manos. El vestido, desgarrado y manchado de la sangre de Misi parecía más obra de un psicópata que de una víctima. Pero Misi no quería sentirse una víctima y, aprovechando que Fran tardaría en volver, volvió a la habitación y del cajón de su mesilla eligió su conjunto de ropa interior más bonito y, de su armario, su prenda preferida. Fue con todo ello al baño, se encerró, se desnudó, miró su cuerpo en el espejo y dijo en voz alta y con una sonrisa que dañaba su labio herido: Misi, eres perfecta.
Sentía el agua cálida sobre su piel y se sentía protegida, acariciaba su pelo y se sentía deseada... Después, masajeó todo su cuerpo con crema, se puso las medias moradas, la minifalda negra y la camiseta de tirantes morada. Con mucha espuma y con ayuda del secador, se arregló el pelo, transformándolo en una hermosa melena rizada, y se maquilló: Corrigió esas terribles ojeras, disimuló con carmín la herida del labio y con rimel le dio a sus ojos una mirada misteriosa y cautivadora.
Para terminar, volvió a su habitación, se puso aquellas botas blancas de tacón que tenía abandonadas en una caja encima del armario, se puso la cazadora de cuero negra y salió de casa con la tarjeta de crédito, sus pocos ahorros y su seguridad, que valía millones. Una vez cerrada la puerta por fuera se juró a sí misma que nunca jamás volvería a entrar allí y, nada más salir a la calle se dirigió a un contenedor y tiró las llaves.
No sabía dónde ir, se veía sola en el mundo y sin nada. No tenía nada ni a nadie... y de pronto le entró el pánico: ¿Y si Fran la encontraba? No podía permitir que eso ocurriese... Ella misma sabía mejor que nadie que Fran era capaz de matarla.
Siguió caminando sin rumbo a pesar de los pensamientos que residían en su mente, hasta llegar a un pequeño bar ubicado en un barrio oscuro y cerrado en el cual predominaban unas viviendas de desgastadas fachadas y persianas rotas. El bar en sí era muy estrecho y oscuro. De fondo sonaba una canción de Texas que la trasladó al año mil novecientos noventa y siete, cuando ella tenía dieciséis años y salía por la noche con sus amigos los fines de semana. Aquellos si que eran buenos tiempos, pensó Misi, parecía que una tontería era el fin del mundo... y ahora el fin del mundo me parece una tontería. Mientras saboreaba aquel café quemado y amargo, pensó en aquellos amigos suyos. Qué habría sido de ellos... hacía tanto tiempo que no mantenía contacto con ninguno de ellos... Aquel fue el último curso en el instituto. Después, en verano, Misi se puso a trabajar para ayudar económicamente a su familia. Al finalizar el verano decidió independizarse de sus padres y fue a la ciudad a buscarse la vida por su cuenta. Tenía tantas ganas de vivir, tantas ganas de ser libre... Luego apareció Fran. Fue casi por casualidad: Misi se sentía muy sola en aquella gran ciudad en la cual no conocía a nadie y por eso una noche de viernes decidió salir a tomar algo. Tenía ganas de conocer gente nueva, así que se puso su precioso vestido negro y se dirigió al centro. Entró al bar de moda y se acercó a la barra a pedir un cubata. Se percató entonces de que un chico bastante atractivo la estaba mirando. Fran era muy atractivo, moreno de ojos verdes, muy alto. Se conocieron y al poco tiempo empezaron a salir. Misi era muy feliz con él, era perfecto, pensó, tan atento, tan amable, tan detallista... tan posesivo. Al cabo de unos meses decidieron irse a vivir juntos y poco después comenzó la pesadilla: los celos de Fran comenzaron a parecer enfermizos y poco a poco fue dejando ver su agresividad. Se alteraba por las pequeñas cosas y discutía con Misi cada dos por tres. No le apetecía hacer nada. A Misi le daba miedo caer en la monotonía pero supuso que esos cambios serían algo normal, después de todo era la primera vez que convivía con alguien y por eso decidió tener paciencia y esperar a que el carácter de Fran volviera a la normalidad. Además le quería tanto... Pero Fran nunca volvió a ser aquel chico que la cautivó aquel viernes en aquel bar. Si no todo lo contrario: al cabo de un tiempo comenzaron las palizas, las continuas agresiones... hasta que llegó un punto en el que Misi se sentía tan insignificante e inútil que creyó ser de su propiedad. Cada día que pasaba era una eternidad, se iba rompiendo por dentro y eso se notaba por fuera. Solo salía a la calle para hacer la compra de vez en cuando, aunque se tiraba incluso semanas encerrada sin apenas comer nada. Con apenas veinte años se sentía tan vieja, tan sucia, tan muerta...
Sentada en aquel bar, en aquel remoto barrio, con ese café, con Texas... Aún no se terminaba de creer que hubiera conseguido salir de aquella casa, que hubiese sido tan valiente...
Pagó aquel asqueroso café y salió de aquel antro rumbo a ninguna parte.
Miraba al cielo y pensaba en lo insignificante que parecía todo, miraba al suelo y se sentía grande y superior, miraba al frente y pensaba: adelante.
Se sentía observada por todo el mundo y eso le daba miedo, creía que alguien la reconocería y la delataría a Fran. Sin embargo, no se derrumbó, y siguió caminando...
Estaba débil, pero se sentía invencible; los tacones le hacían daño en los pies, pero no quería dejar de caminar; no sabía dónde ir, pero no importaba, solo quería huir...
Cerró los ojos un momento y siguió caminando a ciegas, sintiendo el viento en su piel, sintiéndose libre y viva.
Pronto llegó a un barrio antiguo y descuidado de la ciudad. En él predominaban los bares (por no llamarlos antros) oscuros, las esquinas de la lujuria, las aceras de la miseria, las casas de las familias irreparables... el fin del mundo.
Cualquier recoveco de esa zona le causaba desconfianza y temor al mismo tiempo, pero se había jurado a sí misma no retroceder jamás. Así que se decidió a entrar en uno de los bares. Para acceder a él, debía bajar unas veinte escaleras sobre las cuales colgaba un cartel que decía “El infierno empieza aquí”. Llegó abajo y se percató de que no había absolutamente nadie: nadie en la barra, nadie en las mesas... El silencio era aterrador y solo un póster de Marilyn Manson que oscilaba en la pared del fondo lo desafiaba.
Misi notó que el mero hecho de respirar ya se hacía difícil ahí abajo: el ambiente estaba muy cargado, era húmedo y muy cálido. Daba la terrible sensación de que faltaba el oxigeno, y pronto se dio cuenta de que no había ni una miserable ventana. Sin embargo, el póster seguía moviéndose de derecha a izquierda, cada vez más y más deprisa, más y más deprisa... Oyó entonces unos golpecitos suaves que provenían, también, de la pared del fondo. Eran similares al trote de un caballo, pero muchísimo más suave... En medio de la angustia que aquella situación le producía, Misi recordó con anhelo su infancia, cuando su padre la llevó al hipódromo a ver los caballos. Como, a pesar de que estaban allí en contra de su voluntad, le infundían una libertad enorme. Aquellos golpecitos no cesaban, y, al igual que el movimiento del póster, comenzaron a aumentar de velocidad e intensidad. Tacatá, tacatá, tacatá... como si alguien estuviera golpeando sus dedos contra una mesa... Pero allí no había nadie. El póster no paraba, su movimiento mareaba, aquel sonido la desquiciaba, tacatá, tacatá, tatá, tatá... Y de pronto aparecieron: salían todas juntas de debajo del póster, eran tan grandes... se amontonaban, subían unas encima de las otras, se caían... y no dejaban de salir y salir. Arañas. Grandes, negras, con unas patas enormes que movían con tanta elegancia... salían tantas... Era científicamente imposible... Misi creyó haberse vuelto loca cuando vio que, cuando caían al suelo, se convertían en una mancha negra sobre el suelo granate. Cada vez caían más arañas, y la mancha iba haciéndose más grande. Una mancha que iba cobrando una forma triangular a medida que iban cayendo más arañas. Un triángulo cuyo extremo se iba acercando a ella. Misi no podía moverse, estaba alucinada, aterrada... pero, al mismo tiempo, aquello le parecía bonito, sublime... No deseaba salir de allí.
El triángulo se acercaba cada vez más a Misi, hasta que llegó a tocar sus pies. De pronto, Misi sintió algo muy extraño en su interior, como si la sangre que corría por sus venas hubiera cambiado. La notaba circular por cada vaso sanguíneo que recorría su cuerpo, la notaba fría, rápida. Mientras tanto, la sombra iba subiendo por su cuerpo a medida que iba cambiando su aspecto: unas botas negras y altas hasta las rodillas, con un tacón de infarto y de un material satinado; un vestido asimétrico que por la izquierda caía hasta la mitad de su muslo y, por la derecha caía a ras del suelo; con un escote de palabra de honor que jamás se hubiera atrevido a enseñar, unos guantes negros que le cubrían hasta los codos pero no sus dedos, que dejaban ver unas uñas negras y largas perfectamente cuidadas; una gargantilla negra resaltaba su precioso cuello, un carmín rojo sangre hacía sus labios irresistibles, una sombra negra convertía su mirada tímida en misteriosa y provocativa. Sobre sus hombros caía una larga melena negra y lisa con casuales mechas rojas. A medida que la sombra la cubría, ella se sentía en estado de éxtasis, gritando y abriendo los brazos hacia el cielo en manifestación de la libertad que nunca había logrado con Fran. Como la libertad que la inundaba ahora. Una vez terminada la transformación, Misi cogió aire con seguridad y caminó totalmente erguida y sin mirar a ningún lado más que el póster de Marilyn. Caminó hacia él, que seguía oscilando. Una vez en frente suyo, lo miró desafiante durante unos segundos y, después, lo arrancó violentamente. En su lugar apareció un agujero del cual seguían saliendo unas pocas arañas. Las apartó sin recelo y miró a través del orificio. Ojos, ojos rojos la miraban. Voces, murmullos que le decían: “La vida, la de verdad, es la suma de aquellos momentos que, aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía con el universo”. Atraída por aquellas extrañas miradas y aquellas palabras fugaces, comenzó a agrandar el boquete con sus propias manos, sangrando, pero sin sentir dolor... Una vez el agujero fue lo suficientemente grande, se decidió a entrar. La nueva habitación se iluminó mediante velas que iban encendiéndose paulatinamente por los bordes de la sala, en el suelo. Al ver la sangre que corría por las manos de Misi, una mujer joven y bastante atractiva se acercó a ella y comenzó a lamérselas lascivamente y, poco después la besó apasionadamente en los labios. Misi era consciente de que aquello estaba totalmente fuera de lo común, pero no le desconcertaba, le hacía sentirse bien.
Unas treinta personas estaban dentro de la habitación. Todos ellos poseían unos ojos rojos que hipnotizaban y una piel tan pálida que resultaba realmente erótica.
La chica que la había recibido tan efusivamente le dijo:
- No sabes por qué has llegado hasta aquí. Sabes qué somos pero no te atreves a reconocerlo. Una parte de ti dice que esto no está bien, pero tu otra parte dice que es lo mejor que te ha pasado en estos últimos años. Misi, eres libre... eres invencible. Ese desgraciado no es nada a tu lado, aunque haya intentado hacerte creer lo contrario. Tienes el poder, tienes el poder de hacerle sufrir como él te ha hecho sufrir a ti. Tienes el poder de hacer lo que quieras. ¡Eres libre!
Salió de allí decididamente, haciendo sonar sus tacones sobre el suelo granate en el cual seguía aún impresa la enorme sombra negra y triangular. Subió las escaleras, sobre las cuales ahora el cartel decía: “Aquí empieza tu venganza”.
Caminó a través de las calles de aquel barrio que en un principio le pareció desagradable, pero que ahora le parecía reconfortante, y siguió andando bajo la atenta mirada de la gente.
Llegó de nuevo al bar en el cual escuchó a Texas unas horas antes, y entró a tomarse otro café.
El camarero, un hombre de unos sesenta años pero muy vital, la reconoció y le hizo unas señas a una mujer de unos treinta, guapa, pero con un aspecto un poco desaliñado. Al darse cuenta de que estaban pendientes de ella, Misi preguntó seriamente si había algún problema. A lo que el hombre mayor le respondió: - ...V... no, solo comentaba con Linda tu cambio de look, je je. –
-¿Linda?- Preguntó Misi con indiferencia.
- Sí, es mi hija.
- Sí, hola.¿Vienes mucho por aquí?– Le preguntó Linda interesándose por ella.
- No.- Contestó fríamente.
- La primera vez que vino fue esta tarde. Tú también estabas.- Le respondió el hombre mayor a su hija, como si Misi no estuviera. – Perdona- Refiriéndose a ella- Yo no me he presentado... Soy Antonio.- El hombre le tendió la mano a la chica, y ésta, educadamente también fue a dársela, pero al ver que Antonio miró con sorpresa y retraimiento las heridas abiertas que cubrían gran parte de su mano, la apartó apresuradamente.
- Mi nombre es Misi.
- ¿Qué...demonios? – Gritó Linda, a la vez que tiraba al suelo el taburete en el cual estaba sentada. -¡Déjame ver eso!
- ¡No es nada! Unos arañazos que me hice... Me caí, simplemente.
- Están muy abiertos ¡y sin restos de sangre!- Exclamó Linda.
- Me los lavé... no sé tú, pero yo suelo desinfectarme las heridas...- Le dijo Misi, con un tono que pendía entre la ironía y el temor, mientras ocultaba sus manos entre sí mismas.
Linda se dio la vuelta y fue hacia la barra. Entró y, de ahí, fue hacia una puerta que estaba al fondo y que daba entrada a la cocina. Al llegar al umbral se volvió hacia su padre, señaló a Misi e hizo un gesto con la cabeza; indicándole que la echara de allí. Antonio, que era muy amable, no entendió muy bien el comportamiento de Linda y como, pese a las apariencias, Misi no le parecía una amenaza, decidió dejar las cosas como estaban y hacer caso omiso a Linda. Misi, que se percató de lo que allí estaba ocurriendo, se levantó del taburete y, con paso decidido, se dirigió hacia la cocina.
-¡Eh! No puedes entrar ahí.- Le advirtió Antonio.
Misi giró la cabeza hacia él, le sonrió y siguió su camino. Allí, en la cocina, Linda estaba apoyada en la pared, de espaldas a la puerta y fumando con nerviosismo.
- No deberías fumar aquí.- Le dijo Misi.
Al oír su voz, Linda se giró sobresaltada y retrocedió un par de pasos. Misi, al ver aquella reacción, se rió y comenzó a caminar hacia Linda, hasta dejarla entre ella y la pared.
Se acercó a su cuello e hizo amago de morderle: - ¿Me tienes miedo?- La respiración de Linda se hizo más fuerte y a Misi le pareció un hecho simpático.- ¿Estás nerviosa...?
- ¿Qué quieres de mí?-
- Estoy tan cerca de ti que casi puedo escuchar tus pensamientos...- Misi cerró los ojos y empezó a susurrarle al oído: - Piensas que estoy loca, piensas que te quiero matar... y eso no quieres tú ¿verdad? Tú querrías otra cosa...- Misi le agarró del cuello de la camisa y la llevó hacia una silla, en donde ella, obediente, se sentó. A continuación, Misi se sentó sobre Linda y empezó a lamerle el cuello.
- ¿Qué haces?- Linda estaba cada vez más desconcertada.
- ¡Calla!- Y comenzó a besarle con intensidad, con fuerza, con pasión... - ¿Me ayudarás?
- Depende.
- A matar a mi novio.
- ¿Qué?- Se levantó sobresaltada, apartando bruscamente a Misi. – Sabía que no eras de fiar...- Sabía que lo que Misi le había pedido no estaba bien, pero por alguna extraña razón, se le hacía imposible contradecirla. Aquellos ojos negros la miraban fijamente, infundiéndole sometimiento y compasión.
Salieron del bar apresuradamente, sin despedirse de Antonio, que cada vez estaba más alucinado.
Linda intentaba llevar el paso de Misi, que caminaba con rapidez por las calles mojadas y asquerosas de aquella triste ciudad.
De esta manera llegaron al portal del bloque en el cual Misi y Fran vivían. Pero justo en el momento en que ésta decidió entrar, recordó que aquella mañana había tirado las llaves a la basura y, más importante aún: Se había jurado a sí misma que nunca jamás entraría en esa casa. Así que se dio la vuelta y caminó.
- ¿No dijiste que era aquí?- Le preguntó Linda.
-Y así es pero... – Se sentó en un banco cercano y miró a la carretera. Los coches iban, venían, iban, venían... – Mira, esta tarde aprendí que la vida, la de verdad, es la suma de aquellos momentos que, aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía con el universo. Mi vida está llena de momentos fugaces que recuerdo con anhelo. Recuerdos que me hacen saber la vida tan maravillosa que he llevado... hasta que conocí a Fran, claro. Pero a ver, ¿Qué coño es Fran? ¡No es nada! Hoy he salido de esa prisión, me he encaminado hacia el mismísimo Infierno e, incluso allí, me han tratado mejor que él. Hoy me he dado cuenta de que no estoy sola, que soy joven y que tengo poder. Tengo poder para vivir en libertad, tengo poder para decidir, para querer, para ser querida... Nunca jamás volveré a tener miedo, Linda, nunca.
- Vale, pues si has acabado ya con esa estúpida teoría filosófica acerca del infierno y esas tonterías de los momentos fugaces, yo me piro. Ala.- Y diciendo esto, se dio la vuelta y se marchó.
Poco después, paró el autobús urbano y, como no tenía nada que perder, Misi subió en él. Se sentó atrás del todo y miró a través de la ventana. Fuera se veían parejas, amigos, vagabundos, trabajadores... y ella se sentía tan perdida... No sabía cuál era su sitio y estaba convencida de que nunca lo encontraría. No se veía capaz de integrarse en ningún grupo de amigos: era tan tímida que llegaba a parecer borde, arisca y hostil. Sus antiguas amistades desaparecieron de su vida poco después de irse a vivir con Fran... Había estado siendo marioneta de un hombre durante dos años que habían parecido una eternidad.
Última parada. Misi se baja. Ya no es la chica segura de sí misma que salió aquella tarde del Infierno. Es la chica aterrada e insegura que salió aquella mañana de su propio infierno. Camina con la cabeza baja, haciendo sonar el enorme tacón negro sobre el asfalto. El viento la hace sentir existente, pero no viva. Misi mira al frente: El Infierno. Y en la entrada una chica que le dice: - Está dentro. Mátalo.
Se levantó muy despacio y, lentamente, se dirigió al espejo de la pared: Sus ojos estaban enrojecidos por no dormir y contrastaban con el morado de sus ojeras. La nariz, hinchada para no variar y con restos de sangre que no merecía la pena limpiar, y el labio inferior abierto en un lateral. Su imagen era pésima, y su pelo, alborotado y sucio daba una sensación de asco y malestar visual. Cómo he terminado así, pensó mientras se dirigía al armario, el cual le mostró una colección de prendas que tan pocas veces se ponía. Rebuscó entre la ropa hasta encontrar el vestido negro que llevaba la noche que conoció a Fran. Una vez encontrado, se dirigió con él hacia la cocina y con las tijeras de la pesca comenzó a rasgarlo con rabia, con tanta violencia que terminó hiriéndose ella misma las manos. El vestido, desgarrado y manchado de la sangre de Misi parecía más obra de un psicópata que de una víctima. Pero Misi no quería sentirse una víctima y, aprovechando que Fran tardaría en volver, volvió a la habitación y del cajón de su mesilla eligió su conjunto de ropa interior más bonito y, de su armario, su prenda preferida. Fue con todo ello al baño, se encerró, se desnudó, miró su cuerpo en el espejo y dijo en voz alta y con una sonrisa que dañaba su labio herido: Misi, eres perfecta.
Sentía el agua cálida sobre su piel y se sentía protegida, acariciaba su pelo y se sentía deseada... Después, masajeó todo su cuerpo con crema, se puso las medias moradas, la minifalda negra y la camiseta de tirantes morada. Con mucha espuma y con ayuda del secador, se arregló el pelo, transformándolo en una hermosa melena rizada, y se maquilló: Corrigió esas terribles ojeras, disimuló con carmín la herida del labio y con rimel le dio a sus ojos una mirada misteriosa y cautivadora.
Para terminar, volvió a su habitación, se puso aquellas botas blancas de tacón que tenía abandonadas en una caja encima del armario, se puso la cazadora de cuero negra y salió de casa con la tarjeta de crédito, sus pocos ahorros y su seguridad, que valía millones. Una vez cerrada la puerta por fuera se juró a sí misma que nunca jamás volvería a entrar allí y, nada más salir a la calle se dirigió a un contenedor y tiró las llaves.
No sabía dónde ir, se veía sola en el mundo y sin nada. No tenía nada ni a nadie... y de pronto le entró el pánico: ¿Y si Fran la encontraba? No podía permitir que eso ocurriese... Ella misma sabía mejor que nadie que Fran era capaz de matarla.
Siguió caminando sin rumbo a pesar de los pensamientos que residían en su mente, hasta llegar a un pequeño bar ubicado en un barrio oscuro y cerrado en el cual predominaban unas viviendas de desgastadas fachadas y persianas rotas. El bar en sí era muy estrecho y oscuro. De fondo sonaba una canción de Texas que la trasladó al año mil novecientos noventa y siete, cuando ella tenía dieciséis años y salía por la noche con sus amigos los fines de semana. Aquellos si que eran buenos tiempos, pensó Misi, parecía que una tontería era el fin del mundo... y ahora el fin del mundo me parece una tontería. Mientras saboreaba aquel café quemado y amargo, pensó en aquellos amigos suyos. Qué habría sido de ellos... hacía tanto tiempo que no mantenía contacto con ninguno de ellos... Aquel fue el último curso en el instituto. Después, en verano, Misi se puso a trabajar para ayudar económicamente a su familia. Al finalizar el verano decidió independizarse de sus padres y fue a la ciudad a buscarse la vida por su cuenta. Tenía tantas ganas de vivir, tantas ganas de ser libre... Luego apareció Fran. Fue casi por casualidad: Misi se sentía muy sola en aquella gran ciudad en la cual no conocía a nadie y por eso una noche de viernes decidió salir a tomar algo. Tenía ganas de conocer gente nueva, así que se puso su precioso vestido negro y se dirigió al centro. Entró al bar de moda y se acercó a la barra a pedir un cubata. Se percató entonces de que un chico bastante atractivo la estaba mirando. Fran era muy atractivo, moreno de ojos verdes, muy alto. Se conocieron y al poco tiempo empezaron a salir. Misi era muy feliz con él, era perfecto, pensó, tan atento, tan amable, tan detallista... tan posesivo. Al cabo de unos meses decidieron irse a vivir juntos y poco después comenzó la pesadilla: los celos de Fran comenzaron a parecer enfermizos y poco a poco fue dejando ver su agresividad. Se alteraba por las pequeñas cosas y discutía con Misi cada dos por tres. No le apetecía hacer nada. A Misi le daba miedo caer en la monotonía pero supuso que esos cambios serían algo normal, después de todo era la primera vez que convivía con alguien y por eso decidió tener paciencia y esperar a que el carácter de Fran volviera a la normalidad. Además le quería tanto... Pero Fran nunca volvió a ser aquel chico que la cautivó aquel viernes en aquel bar. Si no todo lo contrario: al cabo de un tiempo comenzaron las palizas, las continuas agresiones... hasta que llegó un punto en el que Misi se sentía tan insignificante e inútil que creyó ser de su propiedad. Cada día que pasaba era una eternidad, se iba rompiendo por dentro y eso se notaba por fuera. Solo salía a la calle para hacer la compra de vez en cuando, aunque se tiraba incluso semanas encerrada sin apenas comer nada. Con apenas veinte años se sentía tan vieja, tan sucia, tan muerta...
Sentada en aquel bar, en aquel remoto barrio, con ese café, con Texas... Aún no se terminaba de creer que hubiera conseguido salir de aquella casa, que hubiese sido tan valiente...
Pagó aquel asqueroso café y salió de aquel antro rumbo a ninguna parte.
Miraba al cielo y pensaba en lo insignificante que parecía todo, miraba al suelo y se sentía grande y superior, miraba al frente y pensaba: adelante.
Se sentía observada por todo el mundo y eso le daba miedo, creía que alguien la reconocería y la delataría a Fran. Sin embargo, no se derrumbó, y siguió caminando...
Estaba débil, pero se sentía invencible; los tacones le hacían daño en los pies, pero no quería dejar de caminar; no sabía dónde ir, pero no importaba, solo quería huir...
Cerró los ojos un momento y siguió caminando a ciegas, sintiendo el viento en su piel, sintiéndose libre y viva.
Pronto llegó a un barrio antiguo y descuidado de la ciudad. En él predominaban los bares (por no llamarlos antros) oscuros, las esquinas de la lujuria, las aceras de la miseria, las casas de las familias irreparables... el fin del mundo.
Cualquier recoveco de esa zona le causaba desconfianza y temor al mismo tiempo, pero se había jurado a sí misma no retroceder jamás. Así que se decidió a entrar en uno de los bares. Para acceder a él, debía bajar unas veinte escaleras sobre las cuales colgaba un cartel que decía “El infierno empieza aquí”. Llegó abajo y se percató de que no había absolutamente nadie: nadie en la barra, nadie en las mesas... El silencio era aterrador y solo un póster de Marilyn Manson que oscilaba en la pared del fondo lo desafiaba.
Misi notó que el mero hecho de respirar ya se hacía difícil ahí abajo: el ambiente estaba muy cargado, era húmedo y muy cálido. Daba la terrible sensación de que faltaba el oxigeno, y pronto se dio cuenta de que no había ni una miserable ventana. Sin embargo, el póster seguía moviéndose de derecha a izquierda, cada vez más y más deprisa, más y más deprisa... Oyó entonces unos golpecitos suaves que provenían, también, de la pared del fondo. Eran similares al trote de un caballo, pero muchísimo más suave... En medio de la angustia que aquella situación le producía, Misi recordó con anhelo su infancia, cuando su padre la llevó al hipódromo a ver los caballos. Como, a pesar de que estaban allí en contra de su voluntad, le infundían una libertad enorme. Aquellos golpecitos no cesaban, y, al igual que el movimiento del póster, comenzaron a aumentar de velocidad e intensidad. Tacatá, tacatá, tacatá... como si alguien estuviera golpeando sus dedos contra una mesa... Pero allí no había nadie. El póster no paraba, su movimiento mareaba, aquel sonido la desquiciaba, tacatá, tacatá, tatá, tatá... Y de pronto aparecieron: salían todas juntas de debajo del póster, eran tan grandes... se amontonaban, subían unas encima de las otras, se caían... y no dejaban de salir y salir. Arañas. Grandes, negras, con unas patas enormes que movían con tanta elegancia... salían tantas... Era científicamente imposible... Misi creyó haberse vuelto loca cuando vio que, cuando caían al suelo, se convertían en una mancha negra sobre el suelo granate. Cada vez caían más arañas, y la mancha iba haciéndose más grande. Una mancha que iba cobrando una forma triangular a medida que iban cayendo más arañas. Un triángulo cuyo extremo se iba acercando a ella. Misi no podía moverse, estaba alucinada, aterrada... pero, al mismo tiempo, aquello le parecía bonito, sublime... No deseaba salir de allí.
El triángulo se acercaba cada vez más a Misi, hasta que llegó a tocar sus pies. De pronto, Misi sintió algo muy extraño en su interior, como si la sangre que corría por sus venas hubiera cambiado. La notaba circular por cada vaso sanguíneo que recorría su cuerpo, la notaba fría, rápida. Mientras tanto, la sombra iba subiendo por su cuerpo a medida que iba cambiando su aspecto: unas botas negras y altas hasta las rodillas, con un tacón de infarto y de un material satinado; un vestido asimétrico que por la izquierda caía hasta la mitad de su muslo y, por la derecha caía a ras del suelo; con un escote de palabra de honor que jamás se hubiera atrevido a enseñar, unos guantes negros que le cubrían hasta los codos pero no sus dedos, que dejaban ver unas uñas negras y largas perfectamente cuidadas; una gargantilla negra resaltaba su precioso cuello, un carmín rojo sangre hacía sus labios irresistibles, una sombra negra convertía su mirada tímida en misteriosa y provocativa. Sobre sus hombros caía una larga melena negra y lisa con casuales mechas rojas. A medida que la sombra la cubría, ella se sentía en estado de éxtasis, gritando y abriendo los brazos hacia el cielo en manifestación de la libertad que nunca había logrado con Fran. Como la libertad que la inundaba ahora. Una vez terminada la transformación, Misi cogió aire con seguridad y caminó totalmente erguida y sin mirar a ningún lado más que el póster de Marilyn. Caminó hacia él, que seguía oscilando. Una vez en frente suyo, lo miró desafiante durante unos segundos y, después, lo arrancó violentamente. En su lugar apareció un agujero del cual seguían saliendo unas pocas arañas. Las apartó sin recelo y miró a través del orificio. Ojos, ojos rojos la miraban. Voces, murmullos que le decían: “La vida, la de verdad, es la suma de aquellos momentos que, aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía con el universo”. Atraída por aquellas extrañas miradas y aquellas palabras fugaces, comenzó a agrandar el boquete con sus propias manos, sangrando, pero sin sentir dolor... Una vez el agujero fue lo suficientemente grande, se decidió a entrar. La nueva habitación se iluminó mediante velas que iban encendiéndose paulatinamente por los bordes de la sala, en el suelo. Al ver la sangre que corría por las manos de Misi, una mujer joven y bastante atractiva se acercó a ella y comenzó a lamérselas lascivamente y, poco después la besó apasionadamente en los labios. Misi era consciente de que aquello estaba totalmente fuera de lo común, pero no le desconcertaba, le hacía sentirse bien.
Unas treinta personas estaban dentro de la habitación. Todos ellos poseían unos ojos rojos que hipnotizaban y una piel tan pálida que resultaba realmente erótica.
La chica que la había recibido tan efusivamente le dijo:
- No sabes por qué has llegado hasta aquí. Sabes qué somos pero no te atreves a reconocerlo. Una parte de ti dice que esto no está bien, pero tu otra parte dice que es lo mejor que te ha pasado en estos últimos años. Misi, eres libre... eres invencible. Ese desgraciado no es nada a tu lado, aunque haya intentado hacerte creer lo contrario. Tienes el poder, tienes el poder de hacerle sufrir como él te ha hecho sufrir a ti. Tienes el poder de hacer lo que quieras. ¡Eres libre!
Salió de allí decididamente, haciendo sonar sus tacones sobre el suelo granate en el cual seguía aún impresa la enorme sombra negra y triangular. Subió las escaleras, sobre las cuales ahora el cartel decía: “Aquí empieza tu venganza”.
Caminó a través de las calles de aquel barrio que en un principio le pareció desagradable, pero que ahora le parecía reconfortante, y siguió andando bajo la atenta mirada de la gente.
Llegó de nuevo al bar en el cual escuchó a Texas unas horas antes, y entró a tomarse otro café.
El camarero, un hombre de unos sesenta años pero muy vital, la reconoció y le hizo unas señas a una mujer de unos treinta, guapa, pero con un aspecto un poco desaliñado. Al darse cuenta de que estaban pendientes de ella, Misi preguntó seriamente si había algún problema. A lo que el hombre mayor le respondió: - ...V... no, solo comentaba con Linda tu cambio de look, je je. –
-¿Linda?- Preguntó Misi con indiferencia.
- Sí, es mi hija.
- Sí, hola.¿Vienes mucho por aquí?– Le preguntó Linda interesándose por ella.
- No.- Contestó fríamente.
- La primera vez que vino fue esta tarde. Tú también estabas.- Le respondió el hombre mayor a su hija, como si Misi no estuviera. – Perdona- Refiriéndose a ella- Yo no me he presentado... Soy Antonio.- El hombre le tendió la mano a la chica, y ésta, educadamente también fue a dársela, pero al ver que Antonio miró con sorpresa y retraimiento las heridas abiertas que cubrían gran parte de su mano, la apartó apresuradamente.
- Mi nombre es Misi.
- ¿Qué...demonios? – Gritó Linda, a la vez que tiraba al suelo el taburete en el cual estaba sentada. -¡Déjame ver eso!
- ¡No es nada! Unos arañazos que me hice... Me caí, simplemente.
- Están muy abiertos ¡y sin restos de sangre!- Exclamó Linda.
- Me los lavé... no sé tú, pero yo suelo desinfectarme las heridas...- Le dijo Misi, con un tono que pendía entre la ironía y el temor, mientras ocultaba sus manos entre sí mismas.
Linda se dio la vuelta y fue hacia la barra. Entró y, de ahí, fue hacia una puerta que estaba al fondo y que daba entrada a la cocina. Al llegar al umbral se volvió hacia su padre, señaló a Misi e hizo un gesto con la cabeza; indicándole que la echara de allí. Antonio, que era muy amable, no entendió muy bien el comportamiento de Linda y como, pese a las apariencias, Misi no le parecía una amenaza, decidió dejar las cosas como estaban y hacer caso omiso a Linda. Misi, que se percató de lo que allí estaba ocurriendo, se levantó del taburete y, con paso decidido, se dirigió hacia la cocina.
-¡Eh! No puedes entrar ahí.- Le advirtió Antonio.
Misi giró la cabeza hacia él, le sonrió y siguió su camino. Allí, en la cocina, Linda estaba apoyada en la pared, de espaldas a la puerta y fumando con nerviosismo.
- No deberías fumar aquí.- Le dijo Misi.
Al oír su voz, Linda se giró sobresaltada y retrocedió un par de pasos. Misi, al ver aquella reacción, se rió y comenzó a caminar hacia Linda, hasta dejarla entre ella y la pared.
Se acercó a su cuello e hizo amago de morderle: - ¿Me tienes miedo?- La respiración de Linda se hizo más fuerte y a Misi le pareció un hecho simpático.- ¿Estás nerviosa...?
- ¿Qué quieres de mí?-
- Estoy tan cerca de ti que casi puedo escuchar tus pensamientos...- Misi cerró los ojos y empezó a susurrarle al oído: - Piensas que estoy loca, piensas que te quiero matar... y eso no quieres tú ¿verdad? Tú querrías otra cosa...- Misi le agarró del cuello de la camisa y la llevó hacia una silla, en donde ella, obediente, se sentó. A continuación, Misi se sentó sobre Linda y empezó a lamerle el cuello.
- ¿Qué haces?- Linda estaba cada vez más desconcertada.
- ¡Calla!- Y comenzó a besarle con intensidad, con fuerza, con pasión... - ¿Me ayudarás?
- Depende.
- A matar a mi novio.
- ¿Qué?- Se levantó sobresaltada, apartando bruscamente a Misi. – Sabía que no eras de fiar...- Sabía que lo que Misi le había pedido no estaba bien, pero por alguna extraña razón, se le hacía imposible contradecirla. Aquellos ojos negros la miraban fijamente, infundiéndole sometimiento y compasión.
Salieron del bar apresuradamente, sin despedirse de Antonio, que cada vez estaba más alucinado.
Linda intentaba llevar el paso de Misi, que caminaba con rapidez por las calles mojadas y asquerosas de aquella triste ciudad.
De esta manera llegaron al portal del bloque en el cual Misi y Fran vivían. Pero justo en el momento en que ésta decidió entrar, recordó que aquella mañana había tirado las llaves a la basura y, más importante aún: Se había jurado a sí misma que nunca jamás entraría en esa casa. Así que se dio la vuelta y caminó.
- ¿No dijiste que era aquí?- Le preguntó Linda.
-Y así es pero... – Se sentó en un banco cercano y miró a la carretera. Los coches iban, venían, iban, venían... – Mira, esta tarde aprendí que la vida, la de verdad, es la suma de aquellos momentos que, aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía con el universo. Mi vida está llena de momentos fugaces que recuerdo con anhelo. Recuerdos que me hacen saber la vida tan maravillosa que he llevado... hasta que conocí a Fran, claro. Pero a ver, ¿Qué coño es Fran? ¡No es nada! Hoy he salido de esa prisión, me he encaminado hacia el mismísimo Infierno e, incluso allí, me han tratado mejor que él. Hoy me he dado cuenta de que no estoy sola, que soy joven y que tengo poder. Tengo poder para vivir en libertad, tengo poder para decidir, para querer, para ser querida... Nunca jamás volveré a tener miedo, Linda, nunca.
- Vale, pues si has acabado ya con esa estúpida teoría filosófica acerca del infierno y esas tonterías de los momentos fugaces, yo me piro. Ala.- Y diciendo esto, se dio la vuelta y se marchó.
Poco después, paró el autobús urbano y, como no tenía nada que perder, Misi subió en él. Se sentó atrás del todo y miró a través de la ventana. Fuera se veían parejas, amigos, vagabundos, trabajadores... y ella se sentía tan perdida... No sabía cuál era su sitio y estaba convencida de que nunca lo encontraría. No se veía capaz de integrarse en ningún grupo de amigos: era tan tímida que llegaba a parecer borde, arisca y hostil. Sus antiguas amistades desaparecieron de su vida poco después de irse a vivir con Fran... Había estado siendo marioneta de un hombre durante dos años que habían parecido una eternidad.
Última parada. Misi se baja. Ya no es la chica segura de sí misma que salió aquella tarde del Infierno. Es la chica aterrada e insegura que salió aquella mañana de su propio infierno. Camina con la cabeza baja, haciendo sonar el enorme tacón negro sobre el asfalto. El viento la hace sentir existente, pero no viva. Misi mira al frente: El Infierno. Y en la entrada una chica que le dice: - Está dentro. Mátalo.
Uf, que cantidad de temas, estilos y ritmos. Definitivamente me gusta mucho más como escribes ahora, aunque lo de los letreros del infierno tiene algo interesante, me llama.
ResponderEliminarMe lo esperaba peor por como me lo habías pintado, un besote.
Mi querida "Awi..":
ResponderEliminarMe ha gustado muchísimo este relato. Pero me siento incapaz de colocarlo en mi blog (aunque sí citaré en enlace) por cuanto me duele. En los últimos veinte años he conocido de cerca a tantas mujeres maltratadas (a las cuales he intentado ayudar de una u otra manera) que ya me cansa el alma. ¡Y para colmo, tengo la vergüenza de vivir en el lugar de España en el que más casos de este tipo se viven: Canarias! Quiero a mi tierra, tanto como detesto a quienes manchan su buen nombre con actos criminales e inmaduros como éste. Me vienen a la mente el nombre de una compañera de trabajo que fue asesinada. ¡Era tan adorable!
No me sale más nada. Aunque el relato es maravilloso, y creo que útil, más allá de su valía como escrito. Pero me perdonarás que esta vez, responda con el silencio a mi hartazgo. Quizás otro día. Ahora me apetece recordar a las que escaparon y han recuperado su vida y su autoestima.
Un beso. De los de verdad, sin protocolos. Con amor y miel.
Pau:
ResponderEliminarPues mira, coincido con que ahora escribes mil veces mejor. De todas formas han habido muchos detalles, sobre todo de la atmósfera y del tratamiento de Misi, que me han parecido muy logrados. Que me han gustado bastante, vamos.
Un besito :)