martes, 2 de enero de 2007

NAFTALINA




Nunca olvidaré la primera vez que la vi. Cada movimiento se mezclaba con sus ojos, de una inexpresividad que asustaba, y una seguridad en sus pasos que afianzaba su imagen de femme fatale. Pero detrás de aquella confianza en sí misma que intentaba evidenciar, yo supe que había algo más. Algo oculto, algo que fácilmente podría ser terrible o incluso repugnante. La verdad es que lo que aquellos oscuros y brillantes ojos se empeñaban en ocultar podía ser cualquier cosa, y, aunque supieron ocultarla, no lograron convencerme de que nada trataban de ocultar. ¿Pero qué era exactamente lo que querían esconder? ¿De qué se escondía aquella mujer?
Durante noches reviví en soledad aquella imagen: hermosa pero sobrecogedora, de largos cabellos oscuros y ondulados. Una Medusa capaz de convertir a los hombres en piedra con sólo una mirada.

- ¿Quién es? – El timbre seguía sonando y Patricia caminaba con frialdad por el pasillo.
- No soy nada. Sin vida. Sin alma. Odiado. Temido. Para el mundo estoy muerto. ¡Escúchame! Soy el monstruo que los seres que viven matarían. *
Patricia giró con apatía el picaporte y, una vez hubo abierto, se apoyó en la puerta sin demasiado entusiasmo y dijo:
- Bienvenido a mi casa. Entre libremente, siéntase cómodo y deje aquí parte de la felicidad que trae consigo... *
- No hace falta que te entusiasmes tanto... - Le respondió irónicamente Francisco, mientras entraba con total confianza en el apartamento de su amiga.
- Es que no entiendo esa manía tuya de hablar con frases literarias.
Francisco percibió que la frialdad de Patricia era más intensa esa mañana, y que sus palabras mecanizadas más tenían que ver con el malestar personal que con la impertinencia que la caracterizaba. Por eso le preguntó que qué le ocurría, aún sabiendo que ella nunca le desvelaría su verdadera preocupación. Maldita piscis, pensaría él, escurridiza e imposible de conocer. De darse a conocer.

Aunque sabía perfectamente que no podía estar allí, no me sentí mal por ello en ningún momento. Además, los policías y demás profesionales relacionados con ese mundo, estaban demasiado concentrados en su trabajo como para preocuparse por un pobre diablo como yo.
Visualicé rápidamente la habitación, tratando de encontrar la personalidad de aquella misteriosa mujer, que, aunque ahora carecía de identidad para mí, más tarde descubriría que se llamaba Elizabeth. Pero todo se me hacía tan complicado...

§ ¿En qué momento un bodegón deja de ser tal y se convierte en una naturaleza muerta?
· ¿Me lo dices o me lo cuentas?- Elizabeth volvió la mirada al
escaparate de la boutique, ensimismada en aquel corpiño gris de extraña opacidad. Nunca entendería las preguntas retóricas de Francisco, ni las impertinencias magentas de su novia Patricia. Nunca se reconocería imperfecta, nunca se vería perfecta. Siempre sola en su mundo, angustiada por el olor a naftalina de su rosácea habitación.
o Nunca tendrás ese corpiño, Lilith...
· ¿Por qué me llamas así? – Elizabeth le hizo esta pregunta a
Patricia sin esperar respuesta. Ensimismada en la fría maniquí que lucía paupérrimamente aquel sublime objeto de deseo.
o Tú no tienes un pecho digno de tal preciosidad.- Prosiguió Patricia, embadurnada
de un aura de envidia camuflada de impertinencia.
§ ¿Tú, cómo lo describirías, Elizabeth, como un bodegón o una naturaleza muerta?– Siguió Francisco, enfrascado en su obsesivo patetismo, animado
por su ignorancia a admitir barbaridades sociales como el homicidio, pero incapaz de sentirse bien consigo mismo cuando una idea absurda le rondaba por la cabeza.
· ¿Por qué me llamas Lilith?
o El corpiño debería ser de alguien con más clase...
§ ¿Bodegón es el macho cabrío convertido en bodega?
· En mi bodega hay un corpiño quemado por la ira.
o La ira de mi vida convive con una Lilith sanguinaria.
§ Si sanguinario es mortecino, el corpiño es maligno.
· Maligno no es un corpiño, es un concepto.
o El concepto de pensar que la femme fatale es algo más que una mujer liberal.
§ Si el maniquí está condenado a estar recluido en un escaparate... ¿Es el maniquí una naturaleza muerta o lo es todo el escaparate?
o Muerta, muerta... Lilith está muerta.
· ¿Pero por qué me llamas Lilith?

Manchas granates coloreaban la habitación, pero, a pesar del fuerte y putrefacto olor de la sangre, me llamó la atención que mi nariz se embriagó de un intenso olor a naftalina. La situación en la que me encontraba en ese momento era de una siniestralidad única. Las manchas de sangre otorgaban a la habitación un aspecto típico de película de terror, e invitaba al espectador a imaginar qué terribles actos se habían perpetrado allí. Pero el hecho de que fueran suaves, transparentes como sensibles manchas de acuarela, y se mezclaran con la ternura del rosa que decoraba casi por completo la habitación, y ese olor... ese penetrante olor a naftalina, dotaba al lugar de una estética que superaba todo lo que había visto y vivido hasta entonces.
Sublime. Cálido. Erótico.

Aquel día, cuando llegó Joel... En mi interior estaba desconcertada, no era capaz de hacerme a la idea de lo que había ocurrido en casa de Elizabeth, pero debía mantenerme fría ante él para que no sospechara absolutamente nada. Sin embargo, aunque la fortaleza exterior siempre había sido una de mis mayores cualidades y Joel era un hombre bastante simple, mi sentimiento de culpabilidad superaba con creces cualquier otro sentimiento. Tenía miedo...

Llegó a casa sin corpiño, riéndose de sí misma y de las conversaciones tan peculiares que mantenía con sus tan poco ordinarios amigos.
Lo primero que hizo fue buscar el nombre de Lilith en la enciclopedia, pero su búsqueda fue en vano. Los libros que componían su biblioteca particular estaban amontonados en la estantería del salón, llenos de polvo y olor a naftalina. Los miró detenidamente, intentando encontrar entre ellos uno que pudiera satisfacer su curiosidad. La metamorfosis de Kafka, las leyendas de Bécquer, Los cien golpes de Melissa.P, Drácula de Bram Stocker, Hierba a la luna... Fue sacándolos uno a uno, primero de forma elegante y delicada para evitar causarles el mínimo daño, pero poco a poco su fallida búsqueda la llevó a la desesperación. Pronto se vio arañando la portada de El Perfume, arrojando con fuerza la historia del arte contra el parqué, la biografía de Dalí y mordiendo con ira las intimistas estrofas de Rosalía de Castro. Páginas entintadas de rojiza sangrecilla se perdían en un montículo de libros corroídos por el polvo y la humedad. Elizabeth, abatida y exhausta, se arrojó al montículo, sintiéndose un desamparado libro más.
Elizabeth se había abandonado a sí misma como en su día abandonó a sus libros. Lo sabía, sabía que Lilith estaba en alguna parte, allí entre sus libros, pues aquel nombre se le hacía familiar, pero no lograba recordar.
Cerró los ojos... cerró los ojos y se concentró en todo aquello que alguna vez le había sido trascendente en su vida. Pero temía que en plena reminiscencia se encontrara con momentos que deseaba no recordar. Con pulsiones inconscientes que le mostraran quién era en realidad. Consigo misma...

¡Los dos estamos hechos del mismo barro, del mismo suspiro! ¿Por qué debo subyacer ante él...?

Yo pertenezco a ese factor de la sociedad indeciso e inseguro que quiere tenerlo todo pero se conforma con poco, y que, teniéndolo todo, no se conforma con nada. Cada día me levantaba pensando si ese sería el día de mi muerte o, si al menos, ese día estallaría, gritaría y me volvería loca. Más loca. Siempre creí que ese día me llegaría pronto... por lo menos creí que sólo me ocurriría a mí. Nunca a Elizabeth.

Sentí evadirme de la superficialidad del mundo, ahogarme dentro de mí, soñando despierto cómo serían las noches con aquella extraña mujer, en aquella casa, embriagados de la imperecedera naftalina.
Yo la había visto antes, sólo una vez. Una única vez que yo trataba de hacer eterna por medio de la mente y la imaginación. Pero yo sabía que nunca podría tenerla realmente y eso me frustraba. Y la odiaba. La odiaba por estar fuera de mi alcance, por besar a aquella mujer que estaba a su lado aquella única vez. Ambigua y perfecta, misteriosa y erótica, ahora también malvada.
Pero yo era ingenuo. Tan ingenuo que me bastó verla una sola vez para someterme a su influjo.

Joel era de carácter muy débil. Se le podía manipular fácilmente, por lo que pensé que no me sería difícil darle la confianza necesaria para destruirle.
Me visitó una noche de abril, hace un par de años, pasados unos días desde la “imprudencia” de Elizabeth. Por aquel entonces, yo ya vivía sola, pero con miedo, y por eso los pocos amigos que tenía solían avisarme antes de venir. Todos salvo Francisco, de quien no volvería a tener noticias.
- ¿Patricia? – Aquel personaje seguía golpeando la puerta con los puños, pero yo no quería abrir a nadie. Aún sentía mis manos sucias y mi piel aún olía a aquella extraña mezcla de sangre y naftalina. – Ábrame, sé que está ahí dentro y no me iré hasta que... ¡Abra la puerta! – Fantástico, ni siquiera sabe hablar, pensé mientras me frotaba todo el cuerpo violentamente con el guante de crin. Pero aún sentía aquel olor... me sentía tan mal que me hubiera desollado con tal de deshacerme de las partículas de naftalina. Y pensé que la muerte de las polillas es el suicidio tras un chute involuntario de ese terrible producto.
Me rocié con lejía, con alcohol, con todo tipo de perfumes... ¡Pero no lograba despojarme de aquella terrible mezcla de sangre y naftalina! Abatida, me tapé con una toalla rosa y me dirigí a la puerta de madera mortecina.


Despertó con los síntomas típicos de una resaca monumental. Le dolía todo el cuerpo, pero en especial le resultaba irritante el escozor que producían las yagas de sus dedos. Se recompuso lentamente sobre aquel montículo bibliotecario e intentó recordar cómo había llegado allí. Elizabeth era mujer de mal despertar y el día que no lo hacía de mal humor le costaba una eternidad regresar al mundo de la vigilia. Sentada, cogió un libro al azar y observó con detenimiento la portada: Torah: Preceptos judaicos del Antiguo Testamento.
Elizabeth ni siquiera recordaba que tenía aquel libro, si se lo regalaron o dónde lo compró, si lo compró... ¿Qué hacía un libro de doctrinas judías en sus manos? De doctrinas de cualquier carácter religioso, pues ella no se encontraba integrada en ninguna tendencia sectaria. No obstante, le entró la curiosidad de saber qué escondían las páginas de aquella obra y optó por echarle un vistazo que, en principio, pretendía ser rápido.

Deseaba con todas sus fuerzas lograr que su destino, y el del resto de las mujeres que poblarían más tarde aquel recién creado planeta, no se basara en estar por debajo del hombre, sino a la misma altura o ¿por qué no? Por encima...

Al ver que Patricia no le hacía ningún caso, decidió irse de su casa y visitar a Elizabeth, deseando encontrar en ella el afecto que no recibía de la otra. Sabía que llegar a Elizabeth también era difícil, sobre todo por su amnésica personalidad, pero ella nunca había sido borde con él. Nunca le había reprochado su forma de ser.
Estuvo un buen rato llamando a la puerta antes de que Elizabeth se decidiese a abrir.
- ¿Quién eres? – Le preguntó ella.
- ¿Otro ataque de ansiedad? – Le preguntó él al ver sus manos sangrantes.- Elizabeth, soy yo, Francisco.
Elizabeth sacudió la cabeza e hizo un gesto con la mano, como diciendo “ya sabes cómo soy”.

Estuvimos bastante tiempo sin hablar. Sentados uno frente al otro, yo en el sofá del salón y él a unos dos metros de distancia, en una silla que más que de asiento servía como criadero de polvo. Yo notaba que me miraba de una forma extraña y temía que eso se debiera a mi delatador olor. La verdad es que ahora pienso que su mirada se debía a que yo, empapada, estaba simplemente arropada por una toalla. Pero aquel día no era capaz de pensar cosas demasiado simples.
- ¿Qué desea? – Le pregunte, perturbando aquel silencio tan inexorable.
La verdad, respondió él. Simplemente la verdad, repitió mi hiriente mentalidad.
- ¿A qué se refiere?
- A la sangre, a las acuarelas infantiles, a la vida en general. A la soledad, al olor que te ruboriza, a las canciones que te hieren, a los hechos, a la verdadera muerte de las polillas. A la naftalina que se mezcla con tu rosa protector.

... y huyó en busca de su independencia. Corrió, corrió hacia el Este, huyendo del proteccionismo obsesivo de Adán, huyendo de la autoridad divina...

Me puse nerviosa. Sus palabras entraron en mí por cada poro de mi sucia pero desinfectada piel. Moví la cabeza de un lado a otro, sacudiendo mi húmeda cabellera negra. Rápido, rápido, rápido. La sacudí, intentando con ello despojarme de cada concepto que se aparecía en mi mente como punzantes puñaladas, tratando de controlarme, deseando algo que no lograba comprender... y entonces comprendí que el día que en que había estado pensando durante todas las mañanas de mi vida había llegado.
Grité, grité como una posesa, y me despojé de la maldita toalla creyendo que así me liberaría.
De mí misma. De Elizabeth. De la vida. ¡De la perversa naftalina!
Recuerdo que él intentó calmarme con sus brazos, pero no lo consiguió. Es más, le inyecté mi locura, le obligué a fundirse en mí. Me retorció el brazo izquierdo para imposibilitar mi movilidad y me obligó a sentarme en el sofá. Aún recuerdo cómo me mordió en los brazos. Yo le empujaba, le golpeaba con mis piernas. Él gritaba y me azotaba, pero no violentamente, sino como se azota a los niños que han cometido una travesura.
Reír, reír, reír... Reí. Reí como nunca antes había reído y él también río. Reímos.
Pensé que estaba loca... y eso me hacía feliz.

- He tenido un incidente con los libros. –Y se rió estrepitosamente mientras caminaba hacia el salón.
Francisco miró el montículo de libros sin mostrar ningún tipo de emoción y luego desvió la vista hacia un libro que estaba abierto sobre la mesa central.
- ¿Has estado leyendo el Torah?
- Sí, pero yo no soy Lilith. ¡Alicia está loca!
- Patricia.- Le corrigió él, mientras leía con poca atención algún que otro pasaje del Génesis. - Hoy estás peor que nunca, Elizabeth... ¡Dios, qué chute de naftalina!
- A mí me gusta, además repele a las polillas.
- ¡Las induce al suicidio! – Exclamó él, antes de sumirse en un torrente de carcajadas. Pero después se puso serio. Demasiado serio. – Elizabeth, he venido a confesarte algo.
- Seguramente lo olvidaré pronto. – Dijo ella, bajando la cabeza con vehemencia.
- Mejor. – Susurró él.

Pensé que estaba loco y eso me hizo sentir bien. Siempre había sido un chico bastante reprimido y tenía miedo de que aquella represión radicara algún día en descontrol y enajenación, pero aquel día con Patricia lo vi todo tan claro... O quizá no, ¡qué paradoja! La verdad es que estaba completamente desconcertado, pero, no sé... me gustó aquella sensación.
Una vez más, bajo el influjo de una mujer. Eso me hirió el orgullo y por eso quise lastimarla, incluso se me pasó por la mente la idea de violarla o matarla. Pero yo soy débil y ella era tan...
Aquella humedad en su piel, aquel olor a naftalina y su rosada toalla. Verla a ella era como ver la habitación de Elizabeth y eso me resultaba excitante.
Cuando dejamos de reír ella comenzó a llorar y me confesó que se había portado muy mal.
Yo no tenía fuerzas para consolarla, sentía que me había quedado mudo y además me sentía ruin por querer besarla.
¿Cómo es besar a la amante de tu novia platónica?
- He estado en casa de tu amiga... – Dije, cuando me hube repuesto de mi fantasía. Ella, por su parte, dejó súbitamente de sollozar y me miró aterrada.
Sólo consiguió preguntarme si era policía. Yo se lo negué. Ella respiró aliviada. Qué eres, me preguntó. Un curioso, respondí. Qué has visto, me preguntó. A ti, le respondí.
Patricia me confesó que mantenía una relación a dos bandas con Francisco, un tipo bastante
peculiar, según me describió ella, y Elizabeth, una chica cuyo mayor distintivo era una extraña falta de memoria. Patricia me comentó que el día que la conoció se enamoró perdidamente de ella. De ella y su memoria de pez. También la envidiaba, y la odiaba por el simple hecho de que sabía que nunca lograría conocerla del todo, pues había veces que ni la propia Elizabeth era consciente de sí misma.

“Lilith, el ‘alter ego’ judío de Eva. La radical, la ‘femme fatale’ por excelencia. Lilith.
‘¿Por qué, si estamos hechos del mismo barro y el mismo suspiro...? Dime una sola razón por la que deba someterme a Adán.’
El Creador no quiso contestar a tal pregunta. Pero ella no quiso darse por vencida, y huyó en busca de su independencia. Corrió, corrió hacia el Este, huyendo del proteccionismo excesivo de Adán, huyendo de la autoridad divina. Huyendo del supuesto Paraíso.
Lejos, se encontró a Sammael: progresista liberal que se dignó a conocerla.
Huyó con él hacia las Tinieblas, en donde más tarde se convertiría en la única y todopoderosa Diosa del Infierno.”

Fue como si la escuchase dentro de mi mente, reclamando mi presencia, suplicándome que la ayudara. Por eso fui aquella tarde a su casa.
El olor a naftalina era más intenso que nunca y el rosa de las paredes se intensificó con la potente luz que proyectaba el sol de abril. Me dirigí a su habitación, guiada por los gritos, y allí me la encontré, tan bonita y delicada como siempre, empapada en sangre y alcanfor.
Me preguntó que si la quería y yo le respondí que sí, pero mi afirmación fue bloqueada por los insoportables gritos de Francisco. Él dice que no, siguió diciendo ella, acurrucada en una esquina y rodeada de bolitas y más bolitas de naftaleno.
Al otro lado de la habitación se encontraba Francisco, atado en una silla, agonizando de dolor. En su tronco brotaba sangre de una multitud de cortes que componían el dibujo de una polilla.
- ¡Elizabeth, eres una artista! – Exclamé, intentando que mis palabras de aprobación evitaran que
ella optara por matar al único amigo que tenía. Después, me alejé de su lado paulatinamente y me acerqué a Francisco, a quien despojé de sus ataduras. Me empapé de su sangre y me sentí parte de él, pero debía reprimir mis sentimientos para no enojar a Elizabeth, que ahora estaba de pie, mirándome con aquella mirada inexpresiva que un día me enamoró.
Me alejé con Francisco hacia la salida de ese apartamento y su terrible olor a naftalina. Cuando ya estábamos en la puerta, Elizabeth se acercó lentamente, hierática como un fantasma, y, si no fuera porque escuchaba sus suaves pasos sobre el parqué, habría jurado que en lugar de caminar flotaba. Aquella sería la última vez que viera su mirada.
Salí de allí sosteniendo a duras penas a Francisco. Desconcertada porque deseaba volver allí y estar con Elizabeth, porque la amaba a pesar de todo.

Esa inseguridad, esa envidia, ese desconcierto que le infundía inconscientemente Elizabeth a Patricia, llevó a esta última a recurrir a Francisco. Ambos se aprovecharon de la debilidad de su amiga para dar rienda suelta a una pasión, y se divertían confundiéndola con frases incoherentes que agravaban su débil estado emocional. Elizabeth sólo era un títere.
A mí me daba pena saber eso. Yo no quería que Elizabeth fuera así, no quería saberlo. Prefería inventármela fuerte y segura, como la Medusa que un día, aquel día, me mostró su presencia. No, Elizabeth no era una loca... Elizabeth era mi musa, mi fantasía, mi novia platónica.

Pasó el tiempo y no volvimos a saber de ella. Ni rastro, ninguna pista, nada... hasta que un melancólico domingo de septiembre, mientras intentaba averiguar cuándo un bodegón deja de ser tal para convertirse en una naturaleza muerta, el impertinente sonido del teléfono me sorprendió.
- Patricia, ¿Por qué me llamas Lilith?

* Drácula, Bram Stoker, 1897

1 comentario:

  1. Para mi pésimo gusto, este relato no acaba de encajarme. Tiene elementos que me gustan mucho...¡Pero no sé!¡Hay algo que hecho en falta, o de sobra!¡La verdad Awixumayita, qué no sé explicarme!
    Aprovecho de todas forma, y con tu permiso, para enviarte un fuerte abrazo canarión

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